Aniceto Petit, el perrero que quiso ser concejal

Por las viejas calles de nuestra ciudad caminan los recuerdos de los que ayer vivieron. Recuerdos que forman parte de Pamplona y del propio presente. Sombras de un tiempo pasado que aún perdura, que se niega a desaparecer enraizándose en la memoria de los vivos. Pues mientras haya alguien dispuesto a escuchar, siempre habrá una historia que contar. Déjenme que devuelva a la vida a uno de aquellos que ya no están, aunque sea tan solo con estas breves líneas. 

            Todos le conocían como Petit “el perrero”. De enorme barriga y generosa papada; grandes orejas y pequeña estatura; pelo rojizo y bigote chamuscado; amante de los puros y del vino. Empleado del ayuntamiento de día y soñador a tiempo completo. Nació en Estella un 17 de abril de 1863 y en 1897 se vino a vivir a Pamplona. Casado con María Echávarri, natural de Muez y diez años mayor que él, establecieron su domicilio en el cuarto piso del número 29 de la calle San Nicolás. Ella se dedicaba a las labores del hogar, mientras que Aniceto, así se llamaba nuestro protagonista, acabó consiguiendo trabajo como lacero municipal. Su cometido no era otro que mantener a raya a todos esos animales sueltos que pululaban por la ciudad. Por aquel entonces, el ayuntamiento disponía de un local destinado a la recogida de perros abandonados, junto a lo que hoy llamamos “los corralillos del gas”. Los vecinos pronto conocieron a Aniceto y más aún dichas criaturas. Decían que no había can en la ciudad que al ver a Petit no saliera corriendo. Entre lazo y lazo, vínico. Entre vinico y vinico, cigarro puro. Esta forma de vida le llevó a frecuentar todas las tascas y locales y a entablar amistad con lo más casta y animado de la capital. Una Pamplona que cerraba un siglo y estrenaba otro. Aniceto conoció esa ciudad, ya desaparecida, encorsetada en sus centenarias murallas. De portales y portaleros; de lavanderas en el Arga y cubos en las fuentes. Ciudad de la Mariblanca, del violín de Sarasate y de la voz de Gayarre. Una Pamplona que veía llegar el nuevo siglo montado en los nuevos automóviles, en el Irati y el Plazaola, a golpe de verga de Napoleón y el Patata.   

Sabía leer y escribir e imaginación no le faltaba. Prueba de ello fue el invento que realizó para evitar que le mordieran sus víctimas al intentar atraparlas. Cayó en la cuenta de que si ataba el lazo de la cuerda al extremo de un palo podía facilitar el trabajo sin tener que acercarse demasiado a las mandíbulas de su presa. Y así, con su bastón-lazo, con su gorra y reloj de bolsillo, con su puro y su porte, fue consumiendo su tiempo. Tiempo que hubiera quedado borrado por el paso de los años de no haber protagonizado una de las anécdotas más estrambóticas y divertidas de aquella época. De seguro que todo surgió de la mano de unos cuantos vasos de vino. 

            Corría noviembre de 1915 y en Pamplona se preparaban elecciones municipales. ¿Por qué conformarme con ser perrero si puedo llegar a ser concejal? Se preguntó Aniceto. En su cabeza se formó un sueño, una meta que conseguir. Y para ello sacó lo mejor de su ingenio. Sus parroquianos escucharon divertidos y atónitos sus planes de gobierno. ¿Qué necesita Pamplona para ser perfecta? Pues tener mar. Y eso fue lo que les ofreció. A todo el que quisiera oírle contaba cómo iba a traer un brazo de mar desde el Cantábrico por medio de un gran canal. De esta manera la Rochapea se convertiría en playa y puerto. Pero sus propuestas no terminaban aquí. También ideó una serie de tuberías para abastecer de pescado fresco la capital. Y para terminar con el paro, nada mejor que “deshacer” el monte de San Cristóbal a base de pico y pala. De esta manera se ganaba un excelente terreno para la nueva costa y abundante piedra para lo que se necesitase. ¡Casi nada! 

            Los pamploneses de entonces se tomaron sus planes con humor, pero Petit creía en ellos a pie juntillas. Hubo quienes le animaron con pasión y  hasta le pasearon por la ciudad a hombros. Sus planes quedaron plasmados en un manifiesto  que escribió y repartió entre sus vecinos. Pero no se conformó con eso. Quería su momento, su baño de masas. El 12 de noviembre, dos días antes de las elecciones, pidió al ayuntamiento un local en el Vínculo para realizar un mitin. Lamentablemente el único salón disponible estaba ocupado para colegio electoral y se le comunicó que no podían concederle lo que quería, ya que en el Vínculo había peligro de incendio de la harina y trigo allí almacenado. Sus sueños se estamparon con la cruda realidad y no salió elegido concejal el domingo 14 de noviembre. El mundo estaba viviendo la Gran Guerra, España estaba plagada de diferentes ideologías que peleaban entre sí: conservadores, liberales, carlistas, izquierdas varias…no había sitio para un pequeño perrero y su gran visión. Pero pese al fracaso de su proyecto, aun no habiendo conseguido lo que deseaba, ganó algo que jamás soñó: la inmortalidad. Pues cierto es que la verdadera muerte es el olvido. Su bahía pamplonesa, su pescado fresco y su plan para crear puestos de trabajo consiguieron que aún haya quien recuerde su nombre.

            Tras el fiasco electoral continuó con su labor de lacero. Su vida siguió, con sus más y sus menos, pero siempre para adelante. Un joven pintor, llamado Julio Briñol, se interesó por él y lo retrató en 1919. Mismo año que moría su esposa María de un cáncer intestinal. Con las últimas pinceladas se apagó la vida de esta mujer en una cama del Hospital General. Tenía 65 años. Petit enviudó un 9 de noviembre y se quedó con sus perros, con sus vecinos, con sus puros y vinicos. 

            Poco tiempo después se volvió a casar. Casilda Azcona, una chica de Lorca de casi treinta años, fue su nueva acompañante. Aunque Aniceto se acercaba a las 60 primaveras unieron sus caminos. Los días pasaron y los años volaron. Viejo, cansado y con la salud muy dañada, abandonó este mundo un 19 de mayo de 1929 a las diez de la mañana. Lo hizo en su hogar, en ese cuarto piso del número 29 de la calle San Nicolás. Tumbado en la cama que tanto le oyó soñar, una bronconeumonía le durmió para siempre.

            Y así terminó la vida de Aniceto Petit Mendaza, el perrero que quiso ser concejal. Personaje pintoresco de la Pamplona del ayer que se hizo un sitio en la historia de nuestra querida ciudad. Que su recuerdo siga caminado por muchos años entre las calles que le vieron vivir. 

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