Hace casi dos meses que volví a ver mi hogar. Pero aún y todo, hoy seguimos sin ser libres. Sentado junto a un cañón, miro con nostalgia la ciudad que me vio crecer. Allá a lo lejos se alzan los muros de Pamplona, recordándonos por qué luchamos; recordándonos por qué estamos aquí.
Esta es la triste historia de unos hechos políticos y de armas que mutilaron la independencia del viejo reino de Navarra. En los años que duró la conquista se dieron numerosas historias dignas de contar y ésta es una de ellas.
Corría el año 1512 cuando el rey Fernando, llamado “el Católico”, decidió aumentar sus posesiones y conseguir la deseada unidad de los reinos peninsulares arrebatando la corona a Catalina de Foix y Juan III de Albret, acusándoles de herejía, alianzas perjudiciales con el rey francés y esgrimiendo un derecho de herencia nacido de su padre Juan II, quién llegó a ser rey de Navarra por su matrimonio con Blanca de Evreux. Un poderoso ejército al mando de Fadrique Álvarez de Toledo, segundo duque de Alba, consiguió tomar la ciudad de Pamplona el 25 de julio de ese año. Los monarcas navarros debieron retirarse a sus posesiones en la Baja Navarra al no poder hacer frente a la poderosa invasión.
Todo el reino tembló. Dividido como estaba desde hace décadas en dos grandes facciones que se guardaban rencor eterno: agramonteses y beaumonteses. Rencor nacido de las rencillas entre familias nobles que sumieron al pequeño reino en una cruenta guerra civil durante casi medio siglo. La división entre hermanos hizo que unos, los agramonteses, se mantuviesen fieles a los monarcas para ellos legítimos y otros, los beaumonteses, los rechazasen en beneficio del rey Fernando y de una alianza con Aragón y Castilla. Sus diferencias, el odio y la venganza, fueron más fuertes que la razón y desembocaron en una nueva guerra. Fuera por patriotismo o por juramentos de vasallaje, por amor u odio a unos reyes lícitos para unos y desmerecedores de la corona, títeres del monarca francés, para los otros, Navarra vio, una vez más, a sus hijos matarse entre sí. Fueron muchos años de negociaciones y hechos de armas. Varios intentos de reconquista fueron frustrados y así, sin detenernos en detalles, llegamos al año de 1521.
Hace calor. Estamos todos bastante preocupados, ya que el enemigo nos ha cortado el paso. Detrás de nosotros se alza la sierra de Erreniega y delante los pabellones de Castilla. Claramente nos superan en número. Muchos se preguntan por qué nuestro comandante no espera a que vengan a auxiliarnos las tropas que tenemos en Pamplona y en Tafalla. Yo no lo sé y si soy sincero ni me interesa. Somos menos, eso sí, pero este es nuestro hogar y con eso basta. Hace poco que nos han dado la orden de prepararnos para la batalla. Apenas quedan unas horas para que oscurezca, pero es mejor no esperar más. Quizás la sorpresa desconcierte al enemigo y nos ayude en la batalla.
Reinando en España Carlos I, las Comunidades castellanas se alzaron contra el emperador iniciando una guerra civil que debilitó a la corona de Castilla, haciendo que muchos soldados del ejército de invasión fueran retirados de Navarra para combatir en los nuevos frentes abiertos. Esas luchas intestinas serán aprovechadas por el rey navarro Enrique II Albret “el Sangüesino” para lanzar un nuevo intento de reconquista, contando ahora con el apoyo militar y político del monarca francés Luis XII, que en esta ocasión y por meros intereses territoriales, económicos y, por qué no, personales, se lanzó en ayuda del navarro. Cuando las tropas legitimistas franco-navarras cruzaron los Pirineos, al mando del general francés Andrés de Foix, pariente lejano del rey Enrique II, la fortuna cabalgaba con ellas. Las principales poblaciones del reino se alzaron en armas expulsando al invasor. Pamplona, Estella, Tafalla y Tudela volvieron a enarbolar el estandarte de la casa de Albret en sus murallas. La columna de 12.000 soldados se dirigió a la capital para acabar con la resistencia de un grupo de castellanos que permanecían resguardados en el fuerte de Santiago, ordenado construir por Fernando “el Católico” en 1513 (situado más o menos bajo el palacio de la Diputación de Navarra y el comienzo de la avenida Carlos III). Una dura lucha se desarrolló a la sombra de esos muros y al final la ciudad volvió a sus legítimos dueños.
Nuestra artillería ha comenzado a vomitar fuego sobre el campamento enemigo. Parece que les ha cogido desprevenidos. Aun con el ruido de nuestros cañones se puede oír los sonidos de la muerte y el terror en sus filas. Gritamos jubilosos y nos lanzamos al ataque. Ellos están aquí cumpliendo órdenes, nosotros buscamos recuperar lo que esos bastardos nos arrebataron.
Una vez recuperada la capital, el mando del ejército legitimista decidió avanzar hacia el sur. Recorrieron toda Navarra y tras varios días de campaña el reino quedó de nuevo libre de tropas invasoras. Pero fue entonces cuando Andrés de Foix, líder de las fuerzas franco-navarras, pensó que atacar e invadir Logroño sería un duro golpe con el que asegurar la frontera y desestabilizar aún más el poder del emperador Carlos en la zona. Pero la guerra civil en Castilla terminó antes de lo esperado y cogió por sorpresa al general francés. La jugada le salió mal. Su majestad hispana levantó un poderoso ejército de unos 30.000 soldados y avanzaron hacia las tropas legitimistas, que debieron ponerse en retirada hacia Pamplona.
Los prados están llenos de cadáveres y cuerpos mutilados. Nuestro ataque ha tenido el efecto deseado y les hemos infringido un duro castigo. Pero por muy bien que luchemos ellos son muchos más. La situación es desesperada, pero pelearemos hasta la muerte si es necesario. Tal vez desde Pamplona se escuche la batalla. Tal vez salgan en nuestra ayuda.
Durante el avance hacia la capital, los castellanos no buscaron enfrentarse al ejército de reconquista. Únicamente hostigaron su retaguardia en la retirada. El destino y quizás también el mal hacer del general Andrés de Foix fueron los causantes de lo que iba a ocurrir. El domingo 30 de junio las tropas franco-navarras acamparon en las faldas de la actual sierra del Perdón. Sus enemigos supieron actuar con astucia y rapidez, colocándose entre ellas y la capital, cerrándoles así el paso hacia la seguridad de sus murallas. El mando francés no supo esperar los refuerzos que podían llegar de Pamplona y Tafalla y decidió plantar batalla en los campos que se extienden cerca de Noáin y Salinas de Pamplona. Un error que lo pagó muy caro.
En el fragor de la lucha nuestros cañones enmudecen. Con horror vemos cómo la caballería castellana ha logrado rodear nuestra posición y atacar a la artillería. Al igual que nosotros, también el grueso del ejército enemigo se ha percatado de lo ocurrido y con un grito desgarrador toda su infantería nos ataca. La situación es desesperada, ya no es una batalla, ahora es un suicidio. Aunque quizás siempre lo había sido, pero eso ya no importa. Sigo dando espadazos a diestro y siniestro hasta que algo me golpea en la cabeza y todo se oscurece.
El combate fue totalmente desigual. Las tropas imperiales triplicaban en número a los franco-navarros y contaban con el apoyo de los líderes y soldados beaumonteses. Según las crónicas, éste comenzó dos horas antes de atardecer. Simplemente fue una acción desesperada. Cuando los últimos rayos de sol iluminaban las cimas de los montes más altos, la oscuridad se extendía por los prados de Noain. Cinco mil almas habían entregado su vida por su hogar, por su patria, o por su rey, y ahora su sangre regaba la tierra que a muchos de ellos vio nacer.
Esta batalla supuso un antes y un después en los intentos de reconquista de la Navarra peninsular y en su futuro. Una batalla entre hermanos, motivada por el odio, la revancha, la envidia y la ambición que, de haberse podido evitar hoy nos ahorraríamos muchos odios, revanchas, envidias y ambiciones que no nos llevan a nada, más que a otro Noain.