Batalla naval

Libertatia

De agua clara y blanca espuma se compone el alma del relato que hoy quiero contarles. Sumergida en las inmensas profundidades de los mares de la Historia, olvidada por muchos y por muy pocos recordada, Libertatia resurge para todo aquel que quiera escuchar, que desee conocer lo que una vez fue y permanece enterrado bajo las finas arenas de una perdida bahía de Madagascar. Sentémonos pues junto a la orilla del tiempo y, mirando al horizonte, dejémonos embriagar por la brisa marina, por el sonido de las olas, por una época de galeones y piratas en la cual el mundo era un poco mayor que el de ahora. Sientan la sal de la vida en sus labios y afinen bien sus oídos para escuchar la extraordinaria historia del olvidado capitán Misson y de su fiel amigo Caraccioli. 

Muchas vueltas ha dado el viejo reloj del Tiempo desde que se desarrollaron los hechos que voy a narrarles. Corría el siglo XVII y a golpe de cañonazo se dibujaba el contorno del mapa político del mundo. España, Francia, Inglaterra, ávidos de poder se mataban por un trozo de tierra. Unos imperios se debilitaban y caían, mientras que otros peinaban gustosos sus cabellos preparándose a recibir el relevo de la corona de rey del orbe. La política y la guerra caminaban de la mano por los viejos campos de Europa, de América, del mundo. Una gigantesca red de fronteras se cernía sobre la tierra cada vez con más fuerza. Únicamente quedaba un lugar en el cual se podía escapar a ella: la mar.

La necesidad de sentir la libertad, llevó a un joven apellidado Misson a enrolarse en el Victorie, barco de su majestad francesa. Fue entonces, en el momento en el que puso sus pies en cubierta,  cuando comenzó realmente su peculiar y extraordinaria vida. Un día desembarcó en Roma ilusionado en buscar las viejas glorias del ser humano, las sombras y ecos de la edad de oro de la civilización; pero, sin embargo, en la Ciudad Eterna solo halló un mundo podrido y defectuoso. Descubrió con asco la miseria moral que reinaba en la sagrada ciudad y esto le hizo perder la fe. La fe en un Dios justo, en una humanidad que jugaba a ser Dios. Deambuló a la deriva por un tiempo hasta que, en una vieja taberna napolitana frente a una jarra de vino, conoció a quien cambaría su vida para siempre. De los labios de un desencantado dominico llamado Caraccioli escuchó un mensaje de esperanza, un nuevo ideal de vida. Por su mente corría la “Utopía” de Tomás Moro y de su boca salían palabras revolucionarias. Misson consiguió que no solo fuese compañero de sueños e ilusiones, logrando que aceptasen al religioso entre la tripulación de su barco. Por las noches, bajo las estrellas y acompañados por el sonido del mar, los marineros escucharían las esperanzadoras ideas del peculiar religioso haciéndoles soñar con un mundo mejor.

Pero un día, la diosa Fortuna hizo girar su rueda y sus vidas cambiaron para siempre. Un barco inglés entabló cruel combate con nuestro navío. Dos pequeños buques matándose en nombre de dos grandes naciones. Muchos murieron y acabaron en el fondo del mar, donde una vez desnudados por los peces, todos resultarían ser iguales. Aunque la victoria fue francesa, entre los caídos estaban el capitán y los oficiales del Victorie. Tras el combate, los supervivientes, en vez de ofrecer a su patria la derrota de las armas inglesas, dejaron que la voz de Caraccioli se elevase por encima de los ecos de los cañones proponiendo como nuevo capitán a Misson. Doscientos pechos aceptaron la idea con fuertes vítores. Pero no solo eso, el antiguo dominico les animó a abrazar la vida de filibustero; a que tirasen las cadenas que les unían a este mundo maniatado por la política y fuesen libres. 

Desde el principio se dejó claro una serie de principios únicos y especiales que reinarían en esa pequeña república de tela, hierro y madera: colectivizaron las posesiones del buque; todas las decisiones serían sometidas al “Voto de la Compañía”; los prisioneros serían tratados humanitariamente y se prohibía blasfemar, beber alcohol y abusar de las mujeres. En ese navío de soñadores, de hombres sin amos, ondeó una bandera blanca que llevaba escrita la leyenda “Por Dios y la Libertad”. Bandera que ondeó majestuosa por los mares de África occidental. Insignia de esperanza para todos los oprimidos. 

Cazaban barcos negreros y rompían las cadenas de sus forzados tripulantes. Muchos de los liberados decidían engrosar las filas de tan peculiar asociación; el resto eran devueltos a las playas en las que habían sido raptados. Los que con ellos se topaban destacaban el trato correcto de sus captores y más de una vez llegaron a despedir con vivas al capitán Misson, una vez abandonaba el barco abordado alejándose con sus riquezas. Todo lo que saqueaban era repartido equitativamente y usado únicamente para su sustento. 

Pusieron rumbo a la isla de Madagascar, donde la mano de Europa aún no había llegado. Allí encontraron una bahía, un paraíso secreto en el cual vivir libres. Fundaron una colonia a la que llamaron Libertatia. Ellos, los liberi, adoptaron el mismo sistema de vida que regía en sus buques. Todo el botín que poseían fue colocado en un fondo común y se abolió el dinero: no se necesitaba en un lugar en el que todo era de todos. Crearon un idioma mezcla de los que entre ellos se hablaba. Inglés, francés, holandés, portugués y la lengua de los nativos de la zona, se fundieron en uno que rompió las fronteras lingüísticas. Era un mundo sin cercas, sin murallas, sin límites para el ser humano. Se convirtieron en pastores y ganaderos, aunque también siguieron adentrándose en la mar en busca de barcos. Con el tiempo muchos otros se les unieron, como el pirata Tew, que se convirtió en el almirante de la armada de esa peculiar república. Numerosos atardeceres contemplaron los liberi, ajenos a un mundo que jamás les había querido. Felices de ser libres, felices de vivir como seres humanos y no como peones de una enorme partida de ajedrez. 

Pero todas las buenas historias tienen un final y la de Libertatia no fue menos. La vieja y corrupta Europa encontró a sus hijos huidos y quiso devolverles a sus corrales. La armada portuguesa terminó localizando a la flota de Misson y la atacó sin contemplaciones. Nuestros protagonistas se defendieron con uñas y dientes; incluso lograron la victoria. Aunque, como ya saben, las desgracias nunca vienen solas y mientras la flota estaba fuera, un grupo de nativos asaltó la colonia. Quizás les empujaba la búsqueda de botín o tal vez no veían con buenos ojos que unos extranjeros decidieran vivir en paz y armonía en su isla. La sorpresa fue su mejor arma y resultó mortalmente eficaz. Libertatia quedó totalmente destruida; Caraccioli murió en la huida y el capitán Misson escapó por los pelos. El odio ganaba de nuevo la batalla y ese bonito sueño desapareció devorado por el fuego y el olvido. Desde la borda de su nueva y diminuta patria de madera, los supervivientes contemplarían con horror y tristeza cómo les era arrebatada su vida y regresaban de la manera más brusca a un mundo al que habían intentado dar la espalda. Sin opción alguna pusieron rumbo a lo desconocido, desencantados y sin esperanzas. Tew regresó a sus labores de pirata y el pobre capitán Misson murió a los pocos días, junto a sus incondicionales, tragado por las aguas. El mar que le vio nacer y contempló su obra, ahora le acogía en su seno. No había cabida en ese mundo para los sueños de libertad. Quizás la encontraron en el fondo del océano.   

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