Publicado originalmente en El Imparcial el 4 de Febrero de 2024.
La guerra civil entre Pompeyo y César pasa por Hispania y la ruta hacia Hispania pasa por Marsella.
La fama de César le abre mediante la espada del miedo los vados que, cual renovado Aníbal, le llevan en volandas a través de los Alpes, ahora hasta la antigua colonia focense, actual aliada de Roma. Una vez allí, la juventud, en un arrebato de soberbia trágica, aspira a frenar el viento de cola que impulsa a César y a afrontar sus armas con principios: ¡la némesis del tirano in nuce está servida! El caballo del general tiene prisa por llegar a su cita de Lérida, pero “hay tiempo de destruir Marsella”, musita en su oído el jinete.
La ciudad explica su anomalía creyendo justificarla: la alianza se forjó para luchar contra los enemigos de los romanos –y el pacto incluye guerras en la otra parte del mundo, en las antípodas de los intereses del aliado–, no entre ellos alineándose en uno de los bandos; “seguir una causa, no los destinos” resume su interpretación de las reglas y dicta su comportamiento. Su negativa a manchar con sangre su lealtad hizo de Roma Cartago y de César Aníbal. A partir de ahí, el futuro quedaba en manos de la otra parte.
Como César se tiene prescrito dar él forma al futuro éste sabe de sí mismo que, desde ya, será guerra, una guerra civil dentro de otra mayor, y que la seguirá una tiranía, herencia tan avalada por ella. Querer la paz por buscar la justicia merece castigo: los marselleses pagarán caro desoír la voz del caudillo –la máscara militar que encubre al futuro tirano político– clamando por su interés.
Las fuerzas que se enfrentan son desiguales en número, cualificación de sus respectivos jefes y objetivos; las de César son claramente superiores en los dos primeros aspectos y su destino se decide, por ahora, en Hispania, donde aguardan las de Pompeyo, su genuino rival; Marsella, en cambio, ese accidente del camino, opone a la primacía numérica del contrincante su determinación por defender los pactos, la bendición por tanto de la justicia y, más allá, de los propios dioses, y frente al nuevo cartaginés romano su intrepidez por ser Sagunto. Por último, cifra su destino en su supervivencia, es decir: frente a las prisas de César consagra todo su tiempo a la victoria.
¿Quién venció? La respuesta, sencilla en apariencia, no viene sólo del mar, como se verá.
Señalemos antes de nada que si bien César tiene la vista puesta más a occidente, donde termina el mundo que señala el límite a la expansión de Roma, esto es, su límite, no por ello deja de dar la bienvenida a la guerra con Marsella, un lugar que, para alborozo de la tropa, les permitirá matar en primera instancia el aburrimiento: resulta impropio de un gran ejército recorrer un trayecto tan largo sin alicientes que amenicen el camino. Mas no por ello deja de rendir honores a la visita y tratarla como se merece: la guerra es afrontada con tal celo que al final la victoria se erige en el monumento con el que la colosal leyenda del vencedor se agranda a sí misma.
Razón insuficiente, aunque necesaria. Insuficiente porque de centrarnos en el denuedo, el valor, la organización, la disciplina y la táctica de ambos bandos no se observarán apenas brechas de importancia entre quienes combaten por la libertad y la supervivencia o, más profesionalmente, por el imperio, la gloria del caudillo y el botín de la tropa; fines tan disímiles sólo diferencian el espíritu que anima la espada, no la contundencia del golpe. De hecho, también gestas y héroes –ese padre que no accede al deseo de su hijo moribundo de recibir un último beso suyo antes de partir de nuevo hacia la muerte, de donde había regresado merced a la graciosa prórroga que ésta le había concedido; que no accede porque al ver a su hijo repentinamente vivo sólo desea morir antes que él, e invierte sus fuerzas en clavarse la espada y arrojarse al agua, a fin de que la suma de las muertes adelante la suya, etc.– se reparten armoniosamente entre ambos bandos. Es tal simetría lo que vuelve necesaria la planificación minuciosa de la batalla por parte del ejército más en apariencia poderoso.
Aun así, la victoria de la potencia se hizo de rogar. Si pasamos del apunte del origen de la guerra al de su desarrollo, los hechos delatan el equilibrio del punto de partida; tanto, que sólo cuando el escenario se traslada de la tierra al mar la contienda tendrá fin y vencedor. Pero en tierra, insisto, el hado dejó sin recompensa la estrategia de un genio, César, ante la resistencia marsellesa, que primero venció al asedio y después, cuando entraron en liza, ni la tortuga ni el mantelete doblegaron los ánimos ni las murallas de los asediados. Tampoco los dos reveses iniciales doblegarían el de César, quien contestó a los hechos con el cambio de escenario mentado, a la postre decisivo.
La ferocidad ejerció tal dominio en la contienda sobre cualquier otro elemento que llegó incluso a desnaturalizar la batalla naval, haciendo de ella, en realidad, otro episodio terrestre: Lucano, en efecto, realza cómo en el agua el arma que más luchó fue la espada y cómo, en semejante elemento, el fuego fue el enemigo que mayores estragos propició. Lo pudo todo salvo, solemniza el poeta romano de Córdoba, la bravura (por eso, recalca, “la mayor preocupación [de los combatientes] fue no desperdiciar la propia muerte”, usando a veces sus cuerpos como armas defensivas u ofensivas de quienes aún quedaban en pie).
La breve narración por el origen, desarrollo y desenlace del episodio descrito ha concluido con la victoria de un bando sobre otro, mas precisar por qué exige ampliar la narración. Sin duda, la llegada de la flota comandada por Bruto cambió el curso de la batalla y permitió a César –ya partido para Lérida– cosechar en el mar lo que no pudo recoger de la tierra. La paridad de fuerzas, de pericia y de valor, pese a las diferencias en número y maniobrabilidad de las naves, volvía la suerte pareja. Hasta que la mayor solidez de las romanas, que dirimía a su favor el cuerpo a cuerpo entre ellas, y la inmovilización de una parte de las marsellesas por garfios y cadenas del enemigo quiebran al fin el equilibrio y el platillo romano pesa ya más en la balanza. La suerte estaba echada.
¿Fue sólo eso? ¿Se reduce la victoria a un vencedor y un vencido? ¿Se redujo el vencido a su derrota?
Volvamos a la tierra. La muralla simbólica de un “bosque sagrado” protegía la ciudad; “jamás profanado desde remotos tiempos”, se revelaba como santuario del primitivismo religioso que había hecho el vacío a la civilización y a la propia naturaleza, como aquella peste de la que nos habló Tucídides, a la que hizo eco Lucrecio, y que alteraba el orden natural tanto como el humano. De hecho, ni siquiera el viento osa agitar el follaje o la luz penetrar las sombras; ni las aves se atreven a posarse en las ramas de sus árboles ni las fieras a refugiarse en la tiniebla. Y, por supuesto, el bosque y sus dioses son otra peste que imbuye el terror en los corazones de los hombres, cuyas manos rehúyen remodelar su aspecto o sus imágenes. Una sensación de abandono y un boato de impenetrabilidad que amplían sin tregua la distancia entre la civilización y la barbarie, dos puntos opuestos por el terror que ésta le infunde; y que, en alianza con el oscurantismo de los prejuicios de los humanos, clausuran el menor intento de conquista del reino de la noche.
Es esa torre del tiempo primordial y altar del terror lo que César se propone derribar, un propósito que descubre soldados que obedecen antes a sus prejuicios que a su jefe, que inhibe las órdenes hasta convertirlas en inacción; y que, al tiempo, siembra el regocijo en el pecho del enemigo, carcomido igualmente por la superstición, cuya mente asocia la impiedad al castigo directo del impío por la divinidad.
La parálisis atenaza las manos de sus hombres, convencidos de que las hachas poseen poderes que las volverán contra ellos si obedecen las órdenes, y es entonces cuando de nuevo César, que sabe que todo río se puede atravesar dos veces, vuelve a cruzar el Rubicón y, hacha en mano, hiere a un tiempo los árboles y el terror ebrio de superstición de la tropa, tan inmortal como el bosque o los dioses y el miedo que suscitan. Caído el primer árbol el espanto se contrae y la fugaz alegría del enemigo se volatiliza al percibir que el hereje queda sin el premio del castigo; así como los atenienses empiezan a descreer, atónitos ante el espectáculo de que el altruismo es culpable, de que mueren antes quienes practican la virtud de cuidar al enfermo que quienes la rechazan, que la moral o los dioses no son nada frente a una advenedizo natural que pasaba por allí y somete el cuerpo y el alma a torturas cuyo límite es la muerte, y que la peor herencia es una vida que la sobrevive, ahora romanos y no romanos descubren al unísono que César es más poderoso que divinidades y leyes, que su voluntad los ridiculiza como su poder acaba de golpe con una dantesca tiranía de siglos: la de los personajes con que el pánico a los dioses, contra el que clamara Epicuro, poblaba el corazón de espíritus.
Lo sorprendente, empero, es que el descubrimiento no se traduce sin más en poder militar, y la nueva deidad no consigue dominar la guerra. Deslumbrados de desesperación como están ante aquélla, en lugar de venerarla deciden oponérsele, y las propiedades de antaño vuelven a entrar en juego en la renovada danza de la muerte: y quien cae vencido en ella es, precisamente, el dios más reciente. No abundaré en detalles, pero recuérdese cómo el traslado del escenario de la guerra al mar fue efecto de la derrota romana en tierra.
Así pues, el mar glorificó a César; ahora bien, ¿derrotó hasta la humillación al enemigo? La gesta ética del caudillo, aniquilando los tabúes alimentados por la superstición, sin embargo, liberó a todos. Por un lado, su atrevimiento denota un grado de superioridad racional al que todo sujeto atenazado por sus creencias le está vedado acceder, y la ventaja inmediata fue la puesta a disposición de su ejército de un recurso que permitió equilibrar de inmediato la desventaja estratégica con que la naturaleza favorecía a los marselleses. No sirvió al fin de nada, pues aprestando al combate su valor, organización e ideales, no tardaron en someterlo.
De ese modo, en realidad, César les había brindado la ocasión de aprender que ni en la guerra ni en la paz requerían del miedo a los dioses, sino que les bastaban sus propias fuerzas para luchar, defenderse y sobrevivir. Los romanos, de su parte, pudieron constatar que ni la guía del dios vencedor garantizaba su victoria. Y el propio César se enseñó que, serlo, no da para comandar a los hombres. De lo que, con otras palabras, se deduce que César derrotó a los marselleses en cuanto enemigos locales mientras los enaltecía como seres humanos, pues la eventual eliminación de la sinrazón supersticiosa estaba al alcance de cualquier individuo de cada pueblo, lo que elevaría la –común– humanidad.
Ese algo más necesario para ilustrar nuestra mente y traducirlo en conducta Lucano, como la historia, nos muestra estar más allá de cuanto la semilla de la experiencia sea capaz de hacer fructificar entre los humanos. ¡Empero, cuánto más nos habría valido, ejercitando nuestro poder, aprender la lección de César a fin de derrotar innumerables violencias! La lección desprendida al vuelo de su paso por Marsella, a saber: que, potencialmente, el hombre, todo hombre, es un destino para los dioses!