El 3 de febrero de 1689 nació un gigante en un pequeño pueblo pesquero de Guipúzcoa. Su vida fue escrita en letras de oro y, sin embargo, hoy solo unos pocos le recuerdan. Es triste, pero somos un pueblo que parece avergonzarse de su pasado. Nos da miedo mirar hacia atrás, no vaya a ser que sintamos un poco de orgullo, y eso, mal que nos pese, no está de moda en estos días. Los últimos doscientos años de nuestra historia se encuentran repletos de desgracias y tristezas que han hecho que, buena parte de los que vivimos en esta piel de toro, miremos hacia otro lado. Somos muchos y tenemos diversas formas de pensar, convirtiéndonos así en vecinos divididos por la política moderna, la cual tiene distintos intereses y aspiraciones. Pero una cosa no debe quitar a la otra. El pasado no se puede cambiar y no se le deben de aplicar etiquetas ideológicas inventadas hace dos días. El fascismo, el comunismo y todos los “ismos” no son tan poderosos para tocar a los que vivieron antes que ellos. No nos confundamos.
Pues bien, creo que ya va siendo hora de sacar del cajón de los recuerdos a un personaje sin igual. Quitémosle los candados a nuestra memoria y coronemos con los laureles de la gloria a un hombre cuya sepultura quedó en el olvido. Si hubiera nacido en un país anglosajón, tengan por seguro que estaríamos artos de ver su vida en series, películas y superproducciones. Pero no fue así. Blas de Lezo tuvo la “mala suerte” de nacer en España.
Sus primeros pasos los dio por las viejas calles de Pasajes, siempre a la sombra de los barcos pesqueros y con el mar a su lado. Maduraría sobre los puentes de las embarcaciones de guerra y su adolescencia se perdió entre el rugido de los cañones. La Guerra de Sucesión española le dio honor y fama. Desde joven destacó por su valor, arrojo y destreza militar. Su popularidad crecía a la par que las marcas en su cuerpo: con quince años perdió una pierna, con diecisiete un ojo y con veinticinco un brazo. “Mediohombre” le llamaban, apelativo que hacía temblar a sus enemigos. Fue reconocido por los más grandes y le abrazaron como a un igual.
Después de la guerra siempre tuvo trabajo que hacer, desempeñándolo realmente bien: limpió de piratas los mares del sur y luchó contra corsarios turcos en el Mediterráneo. Todo ello le valió el título de teniente general de la Armada, pero su vida no había hecho más que empezar y el destino le guardaba una gran prueba.
El Imperio español estaba en decadencia y nuevas potencias pugnaban por un trozo del pastel que era el mundo, siendo en ese momento América el centro. Todos la deseaban. De las plazas del Nuevo Mundo, Cartagena de Indias era la más importante, al ser la perla de España y su fuente de riquezas. Por ello se rodeó de un imponente sistema de murallas y fuertes, hasta el punto de no existir ciudad mejor protegida que ésta. Y fue precisamente allí, donde Blas de Lezo sería enviado como comandante general.
Ocurrió entonces que los ingleses decidieron acabar con la molesta presencia española en América. Para su pesar diremos que no pudieron elegir peor momento para llevar a cabo sus planes. Aún sabiendo de las dificultades que supondría la toma de Cartagena, y de que la defendía un hombre que en muchas otras ocasiones les había hecho morder el polvo, planearon un fuerte y contundente ataque. Jamás en la historia se había visto una armada mayor que la inglesa: 186 barcos, 3.000 cañones y unos 30.000 combatientes pusieron rumbo a Cartagena de Indias con la cabeza alta y las velas henchidas de orgullo y confianza. El horizonte se cubría con los pabellones británicos comandados por el almirante Vernon. Por su lado, los españoles solo disponían de 6 barcos, unos 6.000 soldados y 300 indios flecheros que fueron llevados al lugar para la defensa. Con tan magno despliegue militar, los ingleses estaban convencidos de obtener una aplastante victoria. Fue tal su seguridad que, antes de comenzar la batalla, Vernon mandó emisarios a Londres para celebrar la inminente derrota española. Incluso se llegaron a acuñar medallas de oro en las que aparecía Blas de Lezo arrodillado ante el almirante inglés, entregándole las llaves de la ciudad. Pero las cosas no salieron como esperaban.
El 13 de marzo de 1741 apareció frente a Cartagena la poderosa flota enemiga. Miles de cañonazos y bombas terminaron destruyendo los fuertes que rodeaban la ciudad y protegían el acceso al puerto, pero Blas no se rindió. Incontables casacas rojas hicieron pie en las playas ondeando la bandera británica con orgullo y de Lezo siguió sin rendirse. Esperaba, pensaba y planeaba la estrategia a seguir con la astucia del viejo soldado curtido en mil combates. Los números estaban en su contra, pero no su capacidad militar. Para el mes de abril la ciudad se encontraba totalmente asediada. Los seis barcos españoles hacía tiempo que descansaban en el fondo de la bahía y todo parecía perdido. Pero el de Pasajes no había dicho la última palabra. Ordenó construir alrededor de las murallas una serie de trincheras en zigzag para impedir que la artillería se acercara demasiado. Después mandó a dos de sus hombres que se hiciesen pasar por desertores y aconsejasen atacar un supuesto flanco débil de las defensas de ciudad. Pese a que los ingleses avanzaban con cautela, pues sabían que el ejército español era terrible en el cuerpo a cuerpo, y más con de Lezo al mando, cayeron en la trampa, costándoles terriblemente caro su error. No solo sucumbieron decenas de ellos, sino que la moral de la tropa quedó seriamente dañada. La pequeña guarnición de Cartagena empezó a ser más que problemática para los invasores. No obstante, los ingleses consideraron que, gracias a su superioridad numérica, podían acabar el asedio tomando los muros con escalas. Pero Blas ya había tenido en cuenta esta posibilidad y mandó excavar un pequeño foso que rodease la ciudad; estrategia sutil, pero terriblemente eficaz. La noche en la que se llevó a cabo el ataque, los británicos se quedaron pasmados al ver que las escaleras, medidas a ojo para tal acción, se quedaban pequeñas por unos pocos palmos. Habían llegado hasta las murallas, sí, pero estaban exactamente donde los españoles querían. Fue tal la masacre que tocaron retirada. Al día siguiente miles de cuerpos yacían alrededor de Cartagena. Ese fue el golpe mortal que les asestó el de Pasajes.
El miedo, la derrota y la humillación hicieron que el almirante Vernon ordenase abandonar la empresa dado que había sido magistralmente derrotado. Eso sí, prometió a su rival volver con más tropas, ante lo que Blas contestó: “Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya una escuadra mayor, porque ésta ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres”. Vernon jamás regresó.
Lamentablemente, la gran cantidad de cadáveres en putrefacción (11.000 ingleses y unos 800 españoles) originaron una epidemia de peste que asoló el lugar. Y ya ven ustedes, ironías del destino, que esta enfermedad invisible consiguió vencer a nuestro ilustre protagonista. Contaba por aquel entonces con 52 años. Su cuerpo fue enterrado y desapareció junto a muchos otros en las numerosas fosas comunes que se abrieron. Así acabó la vida de uno de los mejores militares y más grandes personajes de la historia de nuestro país.
Como curiosidad les diré que el rey inglés prohibió hablar de la batalla y ordenó que jamás se escribiera texto alguno sobre lo sucedido. Vernon regresó a su país y al final de sus días fue enterrado con honores en la abadía de Westminster.
¡Una pena que Blas de Lezo naciera en España!
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Siempre me ha llamado la tención este personaje, soy una entusiasta de él. Lo tengo en un periodico ABEC de los años 30 en colores. Me ha gustado mucho enterarme de mas cisas referentes a él. Muchas gracias. Maria del Carmen Ayesa Erviti .