Paz amarga y mal pagada

Las largas y monótonas noches como acompañante en el hospital están salpicadas de momentos abracadabrantes. Las más de las veces por agitados y confusos alborotos del personal que atiende situaciones críticas. Puntualmente, por tan inexplicables y espontáneos encuentros que el recuerdo termina fijándolos en esa frontera entre lo real y lo onírico.

Lloraba desconsolada. Hacía semanas que coincidíamos en el turno. Su padre había perdido la conciencia aquella tarde. Según le entendí, ella lo había sabido al entrar esa noche. Los médicos consideraban que no volvería a despertarse.

Lloraba. En estas semanas he conocido de verdad a mi padre y no quiero perderlo otra vez. En parte por mi modorra atención, en parte por incapacidad de respuesta ante aquel desconsuelo, me limité a mirarla a los ojos tratando de que al menos se sintiera escuchada.

Durante toda la vida fue un electricista que hacía reparaciones en cuarteles, comisarías y puestos de urgencias. Con eso se explicaba los impredecibles horarios y los viajes sin retorno determinado. Así transcurrieron los años y la idea de que a papá sólo lo teníamos a raticos.

En estas semanas, cuando la madrugada nos aislaba en una sensación de intimidad infranqueable, me ha ido confesando que la realidad de sus viajes había sido la lucha contra ETA. Que lamentaba profundamente haber estado tanto tiempo sin poder atender nuestras vidas, nuestras preocupaciones por estudios, amistades y noviazgos. Tantos fines de semana añorando vernos disfrutar de la fideuá que siempre le pedíamos que nos cocinase cuando podía estar en casa.

Papá, quiero que sepas que estoy muy orgullosa de haberte tenido como padre, porque en medio de esa vida tan difícil tuviste la capacidad de estar presente en mi vida a pesar de tus ausencias. Lograste mantenernos al margen de la amargura y la dureza de ese infierno al que te enfrentabas en tu trabajo.

Pero mi padre mantenía su desazón cada vez que compartía conmigo el recuerdo de las largas horas de su añoranza. No ha dejado de culparse. Se culpaba por no haber estado la primera noche en que se me cayó un diente. Le atormentaba no haberme acostado todas las noches con aquellos relatos de batallas históricas que tan bien fabulaba. Lamentaba que en su corazón siempre le había oprimido la tristeza por todas las noches en las que no pudo hacer que aquellos ojillos curiosos con que le miraba cayesen derrotados por el sueño. Días y noches con la amargura de no poder llevar consigo, al menos, los dibujos que yo le hacía con mi título de siempre: mi papá, mi guerrero.

Ahora me ahoga la pena por la desazón que mi padre me ha transmitido estas semanas. Esa desolación que al menos ha podido compartir conmigo. No puedo dejar de llorar por no haber conseguido aliviarle y que sintiera al menos un poco de la paz que él sí me dio toda su vida. Papá has servido a tu país y nos has querido, cuidado y servido también a nosotros. Papá. Sabes que te debemos la paz que ahora tenemos. Y ahora más que nunca agradezco la paz que siempre procuraste en nuestra familia.

Pero su desazón no desaparecía. Cumplía mi deber y era mi vocación. Jamás he necesitado más reconocimientos. Ni públicos ni privados. Más aún cuando todavía hoy es motivo de broncas entre políticos y enfrentamiento de la sociedad.

Necesitaba decírtelo. Antes de morir necesitaba decírtelo. He visto a muchos compañeros y compañeras morir lamentando no haber podido dar una explicación a sus familias y a sus seres queridos. He visto familias rotas que nunca llegarán a conocer que la verdadera causa de sus padecimientos había sido evitar más muertes y atentados. Familias apolilladas de amargura que en realidad estaban siendo el sacrificio para evitar el dolor y el duelo de otras muchas familias.

Era nuestro deber y nuestra vocación, pero ¿y nuestras familias? Sus padecimientos jamás serán reconocidos, mucho menos reparados. Justicia, reparación y verdad. Ya. Unos políticos que precisamente no tienen empacho en romper sus familias con sus golferías, ni son capaces de imaginar la enorme deuda que debemos a tantas familias.

Vosotras, mi familia, es lo que tenía y debía proteger y atender, además de mi patria. Pero incluso tuvisteis que padecer la ignorancia y el engaño sobre mi profesión real, que todavía hoy se mantiene vergonzosamente tapada. Todavía hoy, que se supone que hemos ganado la paz, debemos evitaros el riesgo o la vergüenza de poder saber con cierto orgullo que también vosotras prestasteis un servicio, que también vuestro sacrificio participó en esta lucha.

Esta noche quería convencerle de que estamos en deuda, de que siempre me sentiré orgullosa, de que contaré todas las noches a mis hijos y a mis nietos que fuiste un gran guerrero que lograste vencer al dragón del terrorismo, al dragón del politiquería, al dragón de la indiferencia de nuestros vecinos y al dragón de una patria ingrata a la que ni siquiera le has reprochado nada porque considerabas tu deber y un gran honor haberla protegido hasta el límite de tu vida. Hoy tenía preparada una larga charla con la que deseaba con todas mis fuerzas que mi padre suspirase al menos un instante en paz.

Acudí al funeral, aunque apenas pude saludar a quienes tantas noches habíamos compartido la pesadez de la estancia hospitalaria. ¿Cuántas de las muchas personas que asistieron podían imaginar que se trataba de un verdadero héroe?

En el altar, entre decenas de ramos y las coronas que casi tapaban el féretro, alcancé a leer una banda que rezaba: A mi guerrero. Ganaste mi paz.

Foto de Bret Kavanaugh via Unsplash.

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