Tíntín en llamas

Hoy tenemos el honor de traer una nueva firma invitada: Antonio Hermosa Andújar es catedrático en la Universidad de Sevilla, director de la revista científica Araucaria y miembro de Foro de Profesores. Foto de Lux Productions via Unsplash.

Hace más de dos milenios el poeta romano Horacio se quejaba en dos versos erizados de congoja y pesimismo de que el siglo cruel en el que vivía no había dejado un solo crimen sin cometer; empero, de haber vivido en nuestra época se habría percatado de lo mucho que le quedaba a su sociedad por aprender en materia de crueldad.

En estos días, por ejemplo, nos llega la noticia proveniente de Canadá –otro país agotado por su civilización que va camino del matadero– la noticia de que sus niños no volverán a navegar con Tintín por escenarios reales e irreales (los primeros –Egipto, Rusia, China, Congo, Paraguay, etc.– sin duda menos exóticos hoy que antaño), es decir, como los adultos navegamos aún con Odiseo, a la espera de la correspondiente contraorden que dé con los huesos del libro en el fuego por haber profanado la bondad inmanente a los dioses, mientras escuchamos cada vez más cercanas las compungidas carcajadas de felicidad del Platón de turno. La posibilidad que tuvieron sus mayores de adornar con humor y ternura la aventura de madurar y crecer les ha sido arrebatada –por el momento, queremos creer– a los niños canadienses actuales por el progretariado, de derechas o de izquierda, que tanto monta, y la mezquindad congénita de ese humanitarismo de parroquia y de ese igualitarismo soez que reduce los colores del arco iris al vil gris con el que la niebla oculta las gracias de la vida. Y, desaparecido Tintín, ningún perro meneará la cola al nombre de Milú.

Cuando se disipe el humo de esa gigantesca hoguera en la que Tintín ha ardido junto a los protagonistas de otros 4.300 libros más, los niños canadienses probablemente no sepan qué ha ocurrido; ni entenderán que una parte de su felicidad, de la infancia de sus mayores o de los autores de los mismos, de su creatividad y libertad de crítica, hayan ardido en ella. 

Mas al ritmo que vamos podría ocurrir que una hoguera sea la mecha con que se enciende otra y que una pira de libros infantiles sea sólo el preámbulo de otras con nuevos libros; los niños actuales habrán ido creciendo y tras las llamas quizá adivinen la incendiaria mezcla de prejuicios, remordimiento, cobardía, odio, frustración, incapacidad, buenismo e ignorancia de la que salió la pólvora: y palpen ahí la herencia más abyecta del “pueblo de demonios” que, según Baudelaire, “nos bulle en el cerebro”, esos hijos del “Hastío” que “el ojo lleno de involuntario llanto / sueña cadalsos mientras fuma su pipa”. La luz de las llamas iluminará en sus mentes el por qué antes también se habían incendiado bibliotecas, quemado libros y autores, derribado estatuas de próceres culturales y políticos, y proscrito a pensadores que ilustraron la civilización occidental. Y hasta encienda en sus corazones un poso de melancolía en la que se refugie el dolor por la perdida felicidad. 

¿Qué han pretendido los pirómanos culturales con tan medida? ¿Reparar un hecho? Los hechos no se pueden reparar; legítimamente, sólo cabe reconocerlos y reaccionar a ellos. ¿Reparar una injusticia? Entonces no lo era: la injusticia es el añadido posterior de mentes primitivas, justicieras y violentas. ¿Fomentar una sociedad inclusiva? ¿Y cómo: discriminando a los que apenas conforman la gran mayoría? ¿Prohibiendo ejercer los derechos a la libertad de pensamiento y expresión? Es decir: ¿creando espacios sociales inmunes a la crítica? ¿Por qué no dejar que la libertad haga su obra y permita el debate o la polémica entre las fuerzas en conflicto: y que sean los tribunales, o incluso la orgullosa indiferencia, quienes decidan donde no haya acuerdo? 

Sin duda, para el proyecto político totalitario que cree encontrar su oxígeno en el humo de las hogueras resulta más sencillo proteger culturas que tutelar derechos, porque haciendo lo primero pueden perseguir en diversos frentes y con diversos tipos de látigo a los titulares de los segundos: a los individuos que abandonan aquéllas o que ya están fuera; se trata de un chantaje viscoso y amable que hace la esclavitud más dulce y su condición de pupilos, que diría Kant, más tolerable para los protegidos.

Quizá alguien aduzca el ejemplo de Rousseau para probar que no todo se quema con las llamas; que él, ante el espectáculo del incendio de sus dos libros en teoría más importantes (el Emilio y el Contrato Social) tras resolución del órgano ejecutivo del gobierno de Ginebra, el Pétit Conseil, reaccionó con un escrito –las Cartas escritas desde la montaña– en el que por primera vez su doctrina admitía los derechos individuales al punto de contener, en el ámbito penal, todos los rasgos esenciales de esa joya de la cultura anglosajona que es el due process of law.

Será difícil rechazar el ejemplo, y hasta cabría fundarlo en otra joya, esta del refranero español: la de que no hay mal que por bien no venga. Y, en efecto, será imposible encontrar a alguien o algo tan perfecto como para ser sólo malo. Pero, y por concluir, no estaría de más recordarle al nuevo incauto que en un Estado organizado como el establecido en el Contrato Social, y habitado por ciudadanos como su Emilio, no habría tenido lugar la publicación de otro como las Cartas escritas desde la montaña porque antes se habría quemado a su autor.

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