Una Navidad para recordar

En este mundo tristemente regado de odio y aderezado con la intransigencia nacida del miedo, es necesario recordar aquella reflexión que reza que las guerras las acometen jóvenes que no se conocen ni se odian y las crean viejos que sí se conocen, se odian y que jamás irán al frente.

            Vivimos en una sociedad culturalmente militarizada, aunque no nos guste, aunque lo neguemos. La guerra y toda su panoplia nos corre por las venas desde pequeños. Presentándola con una normalidad abrumadora. Desde la escopeta de corcho de ayer, hasta el videojuego de hoy. Crecemos rodeados de películas bélicas repletas de figuras a las que emular, de discursos patrióticos que llenan las páginas de la Historia.  Grandes hazañas bélicas que a muchos hacen soñar desde pequeños con ser el vikingo, el pirata o con ese soldado de elegante uniforme, que con su fusil defiende el honor de su patria al son de una bonita banda sonora que algunos terminarán por comprarse para escuchar tranquilamente en su casa.

No nos engañemos. Nuestro mundo es así. Y así dejamos que sea. Por lo menos hasta que de verdad toca ir a la guerra. Hasta que la realidad mata a la imaginación y decapita al romanticismo bélico.

 Quitándome la elegante casaca de trapo y dejando a un lado el sable de juguete, deseo presentarles esta historia. Ocultada bajo banderas y cancioneros patrióticos. Poco grata en su momento, en nuestro presente y en cualquier futuro, pues atenta contra intereses generadores de pingues beneficios. No tiene héroes de película ni muertes legendarias. Únicamente está repleta de humanidad y esperanza. 

Corría el año de 1914. La Gran Guerra, conocida a la postre como Primera Guerra Mundial, comenzó con la seguridad estúpida de que se trataría de un conflicto rápido de solucionar debido a la confianza y gran potencia armamentística de cada participante. Terminó resolviéndose en un durísimo estancamiento de trincheras que duraría años. Una contienda que tornaría a los madrugadores patriotas, entusiastas de las filas de alistamiento, en pobres desgraciados cubiertos de barro.

Tras días de muerte y noches de lamento llegó el primer invierno. Lejos de la familia; lejos de la esperanza de sobrevivir. Hundidos en el fango, en la miseria y el horror.

Cuenta la historia que en el frente belga los alemanes recibieron ración extra de comida, licores e incluso abetos navideños con los que hacer más digerible su entrega por la patria en esos días señalados. Fue decisión del mismísimo Káiser Guillermo II, para que sus peones animasen el espíritu y siguiesen siendo útiles a la causa por la que morían. Pero resultó que el patriotismo planeado por los altos mandos se tornó en nostalgia por el lejano hogar y en cuestionamiento de la situación en la que se encontraban. En la tarde del 24 de diciembre las tropas alemanas comenzaron a adornar sus patrióticos abetos y a cantar villancicos. El Noche de Paz se impuso al sonido de la artillería y los fusiles, consiguiendo enmudecerlos y desterrarlos de sus posiciones, apartados por las ganas de vivir de cientos de seres humanos que estaban cansados de matar.

A pocos metros, en la trinchera anglo-francesa, sus mortales enemigos escuchaban sorprendidos lo que ocurría. Pasó la noche, llegó el día de Navidad y fue cuando ocurrió el milagro.

Comenzaron a verse banderas blancas, invitaciones a juntarse en tierra de nadie. El primero en salir lo haría tímidamente, los siguientes con seguridad y decisión. En pocos minutos ambos bandos se encontraron en medio de un campo sembrado de odio, pero del que ahora solo se deseaba recoger paz. Hubo intercambios de regalos: cigarrillos, whisky, chocolate… Sonrisas y palabras de esperanza. El invierno, la lluvia y el barro habían transformado sus diferentes uniformes un solo traje de infortunio y dolor. Sus miradas y sus corazones les convertían en hermanos sin banderas.

Se celebraron ceremonias religiosas conjuntas por los caídos y aprovecharon a dar sepultura a los cuerpos que yacían abandonados en el espacio existente entre las trincheras. Todos sentían dolor, todos estaban en el mismo bando de la muerte. Rieron, bebieron, bailaron, e incluso se jugaron partidos de futbol. Nadie tenía ganas de matar. Todos ansiaban vivir. Vivir y huir de ese horror. Vivir y dejar vivir.

Pero poco duró su alegría. Pues aquellos que jamás se manchaban de sangre, los que manejaban sus vidas, se escandalizaron al recibir noticias de lo que estaba ocurriendo en el frente. “¿Pero cómo que no hay batalla?”, diría aquel. “¿Pero dónde vamos a llegar?”, añadiría el otro. Así que tras el golpe en la mesa de los coleccionistas de medallas y galones, todos los rebeldes fueron devueltos a sus posiciones y convertidos de nuevo en soldados.

Me imagino al deshojado abeto, a la botella de licor medio vacía y al balón de futbol, cubiertos de cajas de munición y panfletos patrióticos. Donde antes reinaba la risa y la vida, ahora se imponía el grito y la muerte.

Unos fueron fusilados por su osadía, otros trasladados de frente. Se intentó destruir las cartas de aquellos que contaban a sus familiares lo ocurrido  y hubo una férrea censura en la prensa por ambos bandos. Lo sucedido ese día era algo que nadie debía saber. Pues, al fin y al cabo, ¿qué sería una guerra sin combatientes?

Y así terminó aquella Navidad de 1914, una de las más especiales de la Historia. Esa en la que un puñado de verdaderos héroes dio la espalda por unos momentos a la muerte y al odio y, en el peor de los escenarios posibles, fueron ejemplo de lo que verdaderamente significa ser hermanos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies