Don Tiburcio de Redín y Cruzat

Somos sombra y ceniza. Nuestras vidas, nuestras hazañas y conquistas, los dolores, alegrías, ilusiones y logros, se terminan por borrar y acaban desapareciendo de este mundo arrastrados por las lluvias del tiempo. Nada queda, todo se olvida. A no ser que… A no ser que haya alguien para recordar. Un joven sentado frente a una gran casa, otrora noble y orgullosa, cuenta a quien así lo desee la historia de los que allí vivieron. Una voz viva que regala vida a los muertos. Sentémonos a su lado y dejemos que nos hable.

De sus labios salen de nuevo los sonidos de un tiempo ya desaparecido. A través de su voz logramos ver cómo se acerca hacia nosotros un hombre a caballo por la calle Mayor de Pamplona. Se detiene ante el umbral del que fue solar de la familia Redín y Cruzat. Trae una triste noticia para los que allí aún moran. 

Mientras esperamos a que le abran la puerta, el desconocido joven nos cuenta la historia del señor del lugar.

De cómo, un 7 de octubre de 1571, don Carlos de Redín luchó valerosamente en la batalla de Lepanto; cómo se endeudó hasta lo indecible por servir a su rey y conseguir una honra y un honor demasiado caros.

Nobleza y arrojo estaban por encima de la hacienda personal. Viejo linaje guerrero que no dejaba hueco a un camino diferente para sus sucesores. Este noble varón casó con doña Isabel de Cruzat, juntando así su camino con una de las familias más antiguas y de gran abolengo de Pamplona. Redín y Cruzat: dos ramas que al unirse creaban una condena hacia todos los herederos que de esa alianza naciesen; una responsabilidad para con el apellido que estaba más allá de su libre albedrío; un peso que marcaría totalmente las vidas de sus hijos e hijas.

Las puertas del caserón por fin se abren, cruzamos el umbral y solo vemos oscuridad en su interior. “Don Tiburcio ha muerto” dice el anónimo jinete. Solo eso, nada más. La casa tiembla, las paredes lloran. Demasiadas muertes. Demasiado dolor. 

Seguimos caminado hasta salir a lo que fue un patio interior, en cuyo centro se alza un viejo árbol al que nuestro narrador trepa con soltura y sigue hablando.

Nos cuenta que don Carlos y doña Isabel tuvieron nueve hijos. Dos murieron siendo muy jóvenes y los otros siete siguieron diferentes caminos. De las tres hijas solo una no dedicó su vida a Dios y terminó casándose. De los cuatro hermanos ninguno dejó herederos, pues o bien murieron en el campo de batalla o terminaron vistiendo los hábitos. El señor de Redín falleció en 1607 y doña Isabel tuvo que tomar las riendas de la familia y de su futuro. Mujer fuerte por necesidad y nombre, orgullosa y sacrificada. Se convirtió en la forjadora de la vida de sus hijos, en la piedra angular de la casa. Podemos llegar a verla paseando por el lugar, llevando el dolor en el pecho por la muerte de su hijo Miguel Adrián, quién tenía sobre sí el porvenir del apellido y de la familia. Le dijeron que murió con honor, con el mismo que vivió; que salvó el buque de guerra que capitaneaba llevándolo a puerto seguro, dando su vida por ello. Lo que nadie le contó es que antes de dejar este mundo perdió los brazos y las piernas y de esta forma, sobre la cubierta del galeón, dio certeras y firmes órdenes hasta que la vida le abandonó. 

Doña Isabel, gran señora, hija de su tiempo, que supo estar a la altura de lo que sus antepasados le dictaron. Orgullosa de sus retoños hasta lo indecible. El joven Martín, soñador y alegre, que acabó siendo Gran Maestre de la poderosa Orden de los Caballeros de Malta. Y el pequeño Tiburcio, el benjamín de la familia. El último de todos, pero cuyo nombre, fama y hechos acabaron por eclipsar al resto. 

Desde la rama del árbol, el muchacho nos descubre que fue ahí mismo, en ese viejo patio en el que estamos, donde doña Isabel ciñó la espada a la cintura de su hijo antes de que partiese hacia las campañas de Italia con apenas catorce años. No hubo palabras tiernas, no había lugar para ellas en esa familia. Solo el deber, el honor y el respeto por el apellido fueron su beso de despedida. No era una mujer blanda, no podía permitírselo.

Tiburcio marchó y ella continuó su vida oyendo las historias que de él contaban. Escuchamos cómo se hizo un hombre en las guerras de Italia, cómo su fama fue creciendo día a día. Las narraciones de sus proezas llegaban hasta esa casa, donde ella esperaba no tanto volver a ver a sus hijos como que no la defraudaran.

El camino del benjamín fue una sucesión de hazañas militares increíbles; de un arrojo y de un desprecio por su vida en pos de la grandeza y la fama que solo su madre era capaz de entender.

Ella le había enseñado que no hay lugar para las debilidades en este mundo. Tiburcio pasó de los campos de batalla de Europa a las Américas, destacándose en mil gestas en el mar Océano. Capitán de mar y guerra, miembro de la orden de Santiago, distinguido con honores y regalos por el propio monarca Felipe IV. Pesadilla de los enemigos de la patria, logró alcanzar el cargo de Maestre de Campo a sus casi cuarenta años. Con un expediente militar que hacía estremecer al más aguerrido, sus logros eran comentados en un sinfín de veladas, reuniones y, lo que es más importante, en los poderosos despachos de la Corte. En los ojos de doña Isabel asomaba el orgullo de madre cada vez que alguien le traía noticias, cada vez que una nueva historia de su pequeño Tiburcio recorría la ciudad. De igual manera que aceptaría las buenas nuevas, dejaría correr la fama que tenía de brabucón y espada fácil. Eran parte de un mismo papel, bien lo sabía. Tortura de alcaldes y alguaciles, se batió en incontables lances en las noches de Madrid y Sevilla, de Cádiz, Sanlúcar y Lisboa. Tenía un nombre que mantener, ese era su cometido. De seguro que su madre sonrió cuando le contaron que incluso se había atrevido a enfrentarse directamente con el poderosísimo Conde Duque de Olivares. 

El joven narrador, dejándose caer de la rama, sale corriendo hacia el interior de una habitación cuya puerta, hoy desaparecida, se asemeja a la oscura boca de una cueva. Desde ahí, solo escuchando su voz, nos cuenta el día en el que doña Isabel se enteró que su querido Tiburcio, estando en la cima de su carrera, decidió dejarlo todo, abandonar el mundo material y hacerse fraile capuchino. Su corazón se partió, pues no podía entender lo sucedido. Solo el tiempo y la fe que tenía hicieron que aceptase la decisión de su hijo.

Fray Francisco de Pamplona, como se hizo llamar, se convirtió de la noche a la mañana en otro hombre. Fruto de la religiosidad del momento despreció todo lo que tenía y todo lo que había sido.

Y será éste y no el viejo Tiburcio el que acompañó a su madre en las últimas horas antes de que abandonara este mundo. Se marchaba doña Isabel, moría una época, un linaje, una casa. No fue testigo de cómo su benjamín pasaba a la posteridad como uno de los mayores impulsores de las misiones en el Congo y Venezuela y terminaba sus días en el puerto de Caracas rodeado, según testigos, de olor a santidad.

El sonido del viento nos devuelve al presente. Miramos hacia la entrada de la habitación, pero el jovencito no aparece. Le llamamos, pero nadie hay allí. Estamos solos. Únicamente las sombras y los recuerdos nos acompañan. Decidimos levantarnos y partir. Ahora somos nosotros los que atesoramos la historia de ese lugar. Tal vez sea el momento de poner por escrito la vida de doña Isabel y de sus hijos. Don Tiburcio Redín y Cruzat y los suyos no merecen ser olvidados. No al menos en la ciudad que les vio nacer.

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