El milagro de Empel

A lo largo de la historia han sido varias las ocasiones en las que los humanos hemos recurrido a lo divino para garantizar una victoria en los campos de batalla, intentar conseguirla o explicar su desenlace. No es tema exclusivo del cristianismo, ya que podemos encontrar relatos al respecto repartidos por todo el planeta: desde la intercesión de Zeus en las victorias de los hoplitas griegos, hasta la mano de Thor que da fuerzas a sus devotos vikingos. La necesidad de ayuda que tenemos los hombres en situaciones límite nos empuja a buscarla en los seres superiores.

Uno de los primeros casos que podemos hallar en la era cristiana vendrá de la mano del emperador romano Constantino I. Justo antes de la batalla del puente Milvio (12 de octubre del 303) contra Majencio, tuvo una visión del Crismón en el cielo mientras escuchó en su cabeza: “In hoc signo vinces” (“Con este símbolo vencerás”). Tras lo sucedido, ordenó pintar dicha señal sobre los escudos de sus tropas, quienes obtuvieron una rotunda victoria. La intercesión divina de ese “nuevo” dios en el combate fue rápidamente comentada y extendida por todos los rincones del imperio, siendo un hecho fundamental en la trasformación de la política imperial sobre los cristianos y su fe.

Los santos también gustan de interceder en ocasiones en las disputas de los mortales. En España, uno de los ejemplos más antiguos sería la aparición del apostol Santiago en los campos riojanos de Clavijo en el año 844. Montado sobre un reluciente caballo blanco y desprendiendo una fuerte luz, insufló fuerzas y fe en el ejército cristiano, que estaba a punto de ser derrotado, y gracias al milagro se alzó con la victoria. Tenido desde entonces como santo patrón de la lucha contra el infiel en la Península, su nombre será pronunciado por miles de soldados en numerosas batallas.

La mediación de lo divino en los combates es, por tanto, algo que se remonta en la tradición cristiana bastantes siglos en el tiempo. Así podemos exponer la figura de la joven Juana de Arco, quién con 16 años consiguió dirigir los ejércitos franceses contra los ingleses llevada por la mano de Dios. En esta ocasión habían sido el arcángel Miguel, santa Margarita y Catalina de Alejandría, quienes hablaron con ella y le trasmitieron el deseo divino de que debía encabezar los ejércitos galos. La fe depositada en ella por miles de soldados cansados y desesperados por las derrotas, y los intereses materiales del rey y demás altos dirigentes, hizo que unos la convirtieron en una enviada del cielo y otros en una herramienta muy útil para el poder terrenal. 

Pero no solo se ha contado con ayuda inmaterial para conseguir ese ánimo o victorias. El culto y devoción a las reliquias y objetos sagrados ha sido constante en la historia del cristianismo. En todas las parroquias, catedrales, conventos y monasterios descansa un trozo de tela, una astilla de hueso o un objeto místico. El poder que envuelve a dichas reliquias ha sido usado para diversos fines a lo largo de los tiempos: desde evitar tormentas, hasta convocarlas; traer salud, fortuna o victorias.

La utilidad de esos objetos religiosos para fines materiales queda demostrada en un sinfín de historias. 

Así, en Francia hallamos la Oriflama que, si bien se trata de un objeto realizado por el hombre, era tratada como un pendón sagrado rodeado de poder celestial. Se conoce de su existencia ya durante el reinado del monarca franco Dagoberto I (603-639) Incluso hay historias que la relacionan con el emperador Constantino I del siglo IV. Sea como fuere, durante la Edad Media será la enseña principal del ejército francés. Desplegada en los combates más difíciles, su visión trasmitía un mensaje de lucha hasta el final y de ausencia de rendición. Durante el asedio vikingo de París (885) ondeará sobre las murallas de la ciudad y la batalla de Agincourt (1415) será su última aparición en combate. A partir de esta terrible derrota francesa, volverá a la abadía de Saint-Denis, donde acabará desapareciendo de la historia.

Vayamos al año 1098, en el que la situación del ejército cruzado en Tierra Santa era delicada. Se encontraba estancado en un terrible asedio en la ciudad de Antioquía. Durante meses, la enfermedad y la muerte por combate estaban minando la moral de los solados europeos. Cuenta la historia que un cruzado llamado Pedro Bartolomé tuvo un día un sueño, en el que se le aparecía san Andrés y le indicaba el lugar donde estaba oculta la lanza sagrada, la misma con la que el centurión Longino atravesó el pecho de Jesús en la cruz. Así que cuando ya estaban a punto de rendirse, y tras una larga excavación, terminó apareciendo. Los cruzados consideraron el hallazgo como un milagro. Gracias a ese aporte de energía y de fe en su empresa, conocedores de poseer un objeto mágico y de gran poder, consiguieron romper el asedio y conquistar la gran Antioquía pese a la enorme resistencia de los ejércitos musulmanes. 

Veamos otro caso. Para ello nos remontamos a la España de 1585, la cual estaba envuelta hacía ya tiempo en la guerra de los 80 años (1568-1648). Se trató de un conflicto que enfrentó a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos contra el Imperio de Felipe II. Los ejércitos de su hispana majestad, los famosos tercios, luchaban por el control de esa parte de Europa de gran importancia estratégica militar y económica. A comienzos de diciembre de ese año, el Tercio Viejo de Zamora, mandado por el maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla, perteneciente a los ejércitos comandados por Alejandro Farnesio y dirigidos por el conde Carlos de Mansfelt, se encontraba a las orillas del río Mosa en tierras holandesas. Por orden de sus superiores, Bobadilla lo cruzó para hacerse con la isla de Bommel, controlando así al enemigo y cerrando el ataque sobre ellos. Casi 5000 hombres se dispusieron a defenderla. Bobadilla mandó varias patrullas a vigilar unos diques de contención que mantenían el nivel del agua del río. Mas los rebeldes holandeses, al mando del conde Holac, apodo de Felipe de Hohenlohe-Neuenstein, con una flota de un centenar de barcos, consiguieron romperlos y, con ello, hacer que el agua creciera tanto que la isla donde estaban los soldados españoles, se inundase en gran medida. Viendo Bobadilla la acción enemiga, ordenó un rapidísimo repliegue a la parte más alta del terreno para así evitar que se ahogasen sus tropas. Miles de hombres alcanzaron la cima de la montaña de Empel y comenzaba para ellos una difícil situación, donde la victoria se alejaba de sus manos, así como la certeza de salir vivos de esa empresa. Consiguieron mandar un emisario al conde Carlos de Mansfelt, poniéndole al tanto de la difícil situación y regresó con una respuesta poco satisfactoria, pues planteaba una misión imposible de rescate, en la que solo la mitad de barcos que los que disponía el enemigo, se acercarían a la isla para conseguir romper el bloqueo. Mientras tanto, los soldados del Tercio Viejo de Zamora tuvieron que resistir durante horas el intenso ataque de artillería y mosquetería desde las naves de sus adversarios. El bombardeo fue brutal, pero permanecieron en sus posiciones. Y no solo eso, pues respondiendo a los cañones holandeses consiguieron alejar los buques de la isla. Ante esa situación, Francisco de Bobadilla ordenó la preparación de nueve barcazas para apoyar la operación de rescate planteada. Pero una vez más el enemigo se adelantó y destruyó las pequeñas embarcaciones, tirando por el suelo toda esperanza de victoria. Si antes la maniobra de rescate era casi imposible, ahora se había convertido en un auténtico suicidio.

La mañana del 7 de diciembre parecía todo perdido: los soldados se encontraban sin comida, sin munición suficiente, con las ropas mojadas y rotas, y sin esperanza de victoria. Fue entonces cuando uno de ellos, realizando un hoyo donde guarnecerse del frío viento y de las balas enemigas, encontró una maravillosa imagen de la Inmaculada Concepción. Estaba realizada sobre madera y los colores eran tan brillantes y limpios que parecía que había sido realizada en ese mismo momento. El hallazgo, como no podía ser de otra manera, fue tomado como una señal del cielo, un gran milagro. Los soldados rompieron en oraciones y se cantaron varias salves a la Virgen. Esa inyección de adrenalina, generada por la creencia de que no estaban solos, de que desde las alturas velaban por ellos, animó a todos a resistir y morir con valor y honor. Bobadilla reunió a sus oficiales y mandos y les indicó el plan a seguir: desarmarían los cañones, quemarían las banderas y se lanzarían en un último y fiero ataque contra los rebeldes, hasta que el último de ellos cayera por España. 

Por su parte, el almirante holandés, el conde de Holac, consciente de la situación de su oponente y de su pronta derrota, consideró oportuno darles la opción de rendirse de forma honrosa. “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos”, fue la respuesta de Bobadilla.

A la mañana siguiente, el 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción, el río Mosa apareció congelado por arte de magia. Durante la noche sopló un gélido viento que convirtió las aguas en una pista de hielo en muchos lugares. La sorpresa fue total para ambos contrincantes. Achacada a la intervención divina, a través de la Inmaculada Concepción y por medio de la talla encontrada, los soldados del Tercio Viejo de Zamora romperían en vivas y oraciones. Los holandeses no pudieron mas que alejar los barcos de la isla, si no querían acabar encallados en el hielo, abortando así el ataque final. En su marcha, según nos cuenta la tradición, el almirante holandés llegó a decir: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro”.

El día 9, Bobadilla y sus miles de soldados se lanzaron al ataque a través del hielo, y, ayudados por sus barcas, consiguieron cruzar el río y atacar el fortín construido en la otra orilla que apoyaba a la flota rebelde. Aunque no hubo ningún combate, pues el enemigo, al ver venir hacia ellos miles de soldados enfurecidos, sedientos de venganza y con la victoria inyectada en su mirada y en el corazón, huyó del lugar sin disparar un solo tiro.

Desde entonces, por lo sucedido en Empel, la Inmaculada Concepción fue patrona de los tercios y posteriormente de la infantería española. Dicen que la fe mueve montañas, aunque también desplaza ejércitos, derrumba murallas y conquista naciones. Iconos, estatuas de madera, trozos de hueso, tejidos, visiones en el cielo… Todo se puede convertir en una señal divina, en una reliquia sagrada, si hay alguien que así lo desea creer. 

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