En memoria de las democracias burguesas

Estos días se lee bastante sobre las “democracias liberales” atacadas por los populismos del mundo (o sobre jueces nombrados a dedo por políticos, que es lo mismo). Las pobres democracias liberales, con su contrapeso de instituciones independientes y leyes para proteger a las minorías, con su igualdad ante la ley y sus garantías judiciales, parecen en las últimas. Pero nos resistimos a creerlo. Al fin y al cabo, son la base de nuestra prosperidad actual. La base del Estado del Bienestar. La base de todo lo que es bueno en política. ¿Cómo van a caer?

La historia nos ofrece pistas. A comienzos del siglo XX, Europa y América estaban sembradas de lo que entonces se llamaban “democracias burguesas”. En el periodo de entreguerras, eran ya la forma dominante de gobierno sin lugar a dudas. Enterraron al Antiguo Régimen (con guerras y revoluciones), trajeron derechos sociales y libertades civiles, consolidaron la separación de poderes, dominaron medio planeta, y extendieron la prosperidad entre sus ciudadanos, con desigualdades y privilegios de clase pero sin dudas. Los “felices 20” fueron felices. Durante unos años.

Alemania inventó la «cultura de cabaret», que dejaba chiquita la movida madrileña.

Pero llegó 1929. Una crisis económica que nació de un sistema monetario inadecuado y de la propensión de las naciones a salvarse unas a costa de las otras hundieron buena parte de las economías desarrolladas. Y eso, como siempre, dio aire a los radicales. Unos radicales que llevaban tiempo mordiendo los talones de las instituciones. Nacionalismos, anarquismos, socialismos, todos tenían su rama violenta y todos aspiraban a cambiar el sistema pasando por controlar las calles, ya que no tenían esperanza de controlar los parlamentos. Crearon medios y partidos que atacaban el orden institucional “burgués”, protestaban contra los jueces, cuestionaban las instituciones. Lanzaron huelgas violentas que se hicieron habituales. La Alemania de Weimar es un caso extremo, pero todas las “democracias burguesas” se vieron sometidas al mismo cáncer. En España tuvimos alzamientos variados, pasando por el que derribó la monarquía constitucional en 1931 y culminando en la revolución fallida de 1934. Los desórdenes fueron generales.

Más inflación que en Venezuela.

En medio de ese ataque al marco institucional, surgió una variedad de socialismo distinta, que combinaba todo su ataque a las clases privilegiadas con un autoritarismo descarnado y con una exaltación de la identidad nacional mayoritaria. Los fascismos se desgajaron de la izquierda tradicional y empezaron a atacarla en nombre de esa nación. En Italia, Mussolini se puso la camisa negra. En Alemania, los camisas pardas empezaron a usar las mismas tácticas que los socialistas contra sus primos, y recibieron por ello el apoyo de la derecha burguesa y tradicionalista. Eran populistas y salvajes, pero al menos parecían respetar la patria y la bandera. Cierto lehendakari recogenueces y buena parte del PNV les habrían entendido muy bien. 

En España, estos movimientos tomaron la forma de Falange y sus hermanas: el nacionalsindicalismo tomó cuerpo frente al socialismo revolucionario. A las milicias de izquierda se unieron milicias de derecha, pistoleros de un bando y de otro intercambiaron atentados, y el orden legal siguió erosionándose.

Al final, el problema no fue que hubiera populistas en las calles, sino que las instituciones flaquearon y los partidos tradicionales los adoptaron. En España, se pasó de permitir la quema impune de iglesias y de periódicos monárquicos, a intentar ignorar los asesinatos políticos, y a incorporar al gobierno al PSOE, un partido que acababa de intentar dar un golpe de Estado revolucionario. En Alemania, von Papen, los “cascos de hierro” y otros tradicionalistas ofrecieron la cancillería a Hitler. En ambos casos, llegados a ese punto, es absurdo seguir hablando de democracias. En ambos casos también, la consecuencia fue la guerra.

De las cenizas de esas democracias burguesas (y de las dictaduras de distintos colores que sucedieron a muchas de ellas) surgieron las “democracias liberales” de hoy y sus consensos centristas. En general, intentan evitar los problemas que acabaron con sus antecesoras: el empobrecimiento masivo, la desigualdad, y la fragilidad del Estado de Derecho. Sus instituciones están diseñadas para resistir mejor al populismo. Pero medio siglo de relativa bonanza ha aburguesado a muchas, en el mal sentido.

La sucesión de crisis de comienzos del siglo XXI está poniendo a prueba seriamente las instituciones liberales. Tenemos populistas gobernando en más de una de esas democracias, atacando como pueden los sistemas que intentan contenerlos. Un ejemplo extremo es Venezuela (y otro que le sigue de cerca es Turquía). Otro menos extremo es EEUU, y otro el Reino Unido. Otro ejemplo podría ser Polonia. Y el ejemplo que más cerca nos cae es España, donde la separación de poderes peligra, la información se controla, la legitimidad de la oposición se cuestiona, la aplicación de la ley es cada vez más opinable, la igualdad ante ella es cosa del pasado, y la cabeza del Estado es atacada a diario por quieres la quieren convertir en cabeza de turco.

España tiene el problema de unir un gobierno populista con unos niveles de ineptitud en la gestión de la cosa pública que deberían ser delito, pero no puede reaccionar porque se ha convertido en una partitocracia. Los resortes del poder ya no están en manos de la ciudadanía, ni siquiera de sus representantes electos, sino de los pocos que controlan un puñado de partidos. Las reformas que podrían poner coto a los que se están cargando el sistema no se implementan porque reducirían el poder de los partidos (y especialmente de los nacionalistas). Son como el pasajero de un barco que se hunde, negándose a achicar porque el agua le refresca los pies, y viendo cómo su vecino sigue rompiendo tablones del fondo para hacerse un bote.

A partir de este punto el análisis se conviertiría en diatriba, y este mes las tengo prohibidas. Dejo esa parte en las capaces manos de los lectores. 

Me gustaría limitarme a recordar que esas democracias liberales que fueron arrasadas por los populismos, también fueron en su día sólidas y prósperas. Pero los políticos que debían protegerlas no se lo tomaron en serio. No resolvieron los problemas reales de la población, prefiriendo proteger sus intereses de clase. Cedieron a las tentaciones populistas. Se saltaron los controles y las normas. Debilitaron las instituciones hasta que no pudieron defenderse de los bárbaros. Acabaron, muchos de ellos, pagando en persona las consecuencias. Lo malo es que también las pagaron millones de personas más.

Una democracia sólo es tan resistente como la gente que la protege y hace cumplir sus normas. No lo olvidemos.

Un brindis por los jueces buenos que nos quedan, y por los políticos y funcionarios que cumplen con su obligación. Por las Inma Alcolea valientes, que pagan con su salud y su carrera por defendernos a todos. Gracias.

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