Tel Aviv

Aviso al lector

El artículo que tiene ante sus ojos se escribió hace 13 años, pero dos circunstancias lo han devuelto a la vida: una, personal, no viene aquí al caso; la otra, ni siquiera considerada, ha prevalecido. Se trata de la ruptura, por parte de la alcaldesa de Barcelona, del hermanamiento entre dicha ciudad y Tel Aviv, la Colina de Primavera que, haciendo honor a su nombre, es en tantos sentidos la urbe vital por antonomasia de Israel.

Hoy Tel Aviv es la ciudad-voz de la sociedad civil israelí, esa que desde hace casi dos meses sale los sábados por la noche a manifestarse en un Israel tan polarizado como tantos otros países democráticos, empezando por el nuestro, y contra un gobierno cuyo jefe, Netanyahu-Sánchez, ha decidido que no quiere ir a la cárcel y que intenta plegar bajo su ala –por hablar de una de las causas principales de la protesta, quizá la mayor– al Poder Judicial.

Y cuando digo sociedad civil estoy nombrando, desde gente con kipá, hasta muchos jóvenes, representantes de la academia, la economía, la cultura; desde generales y otros estamentos militares hasta exdirigentes de los servicios de seguridad, exjefes del Mossad y del Shabak, pasando por directores de escuelas, directores de bancos, dueños de empresas, incluidas las de alta tecnología, etc., etc. A quienes no nombro es a ese sector sui generis de la misma que respalda al gobierno: la proveniente mayoritariamente de países musulmanes, los ultraortodoxos y la extrema derecha nacionalista que apoyan los asentamientos, y que actúan mayoritariamente como bloques compactos y cerrados.

Es probable que muchas de esos hechos, que funcionan como razones para preservar el hermanamiento de ambas ciudades, hayan devenido en factores de su disolución por parte de esa paria política cuya máxima virtud ha sido recordarnos con su boutade cuánto seguimos amando Barcelona pese al campo de rastrojos en que la han convertido, y los buenos tiempos de la ciudad cuando no estaba ella.

Este artículo está dedicado a Miguel Cornejo, que habría mantenido el hermanamiento de ser él regidor de Barcelona, y a Bajtia Siebzehner, que habría hecho lo mismo de ser la alcaldesa de Tel Aviv, y a los que sin duda habría hermanado la amistad de conocerse.

Feliz Aniversario

El viajero que llega a Tel Aviv sin saber nada de su historia, que este año cumple un siglo, es probable que advierta, tras su inicial sorpresa, cómo un rumor de desencanto se posa sobre sus expectativas, máxime porque sin duda algo conocerá de la historia sagrada de Israel, cuyo origen se remonta a varios milenios atrás. Quizá no quiera creer en una excepción juvenil a la regla de la antigüedad, y se decida a buscar algunas reliquias pretéritas con las que aliviar su comezón; el mejor regalo que pueda obtener entonces será descubrir que, por fortuna para Israel, éste no coincide con la bíblica Tierra Prometida, y que en ese país moderno, en el que la historia pesa tanto que llega a dividirlo, el futuro tiene o puede tener tanto pedigrí como el pasado. Y en el Tel Aviv actual una de las metáforas donde tal futuro se anticipa, esto es, uno de los yunques donde se forja. También le cabe el consuelo de ir a Yaffo, la bimilenaria ciudad que hoy forma parte de Tel Aviv, donde sí podrá bucear en la historia.

Conforme camine por el damero de sus calles, las recorra de acá para allá, mire sus edificios y admire su naturaleza, comprobará que en la chistera de lo nuevo también cabe el conejito de la sorpresa y que el interés va más allá de la antigüedad. Tras completar, por así decir, nuestra noción de recorrido, como pedía Pierre Francastel de la obra de arte, descubriremos por ejemplo que en Tel Aviv abundan las plazas, que existen los símbolos, pero que no hay ningún centro; que el tiempo de esta urbe, aunque con sobresaltos, no padece las discontinuidades de aquéllas que son grandes por su historia, grandes de historia, como Roma, Jerusalén o Estambul; o bien otras, como Sevilla, Praga, Londres, París, México,etc., etc. O incluso Venecia misma. En una ciudad, el policentrismo que ocupa el lugar del centro histórico parece ser prerrogativa de su novedad; al menos, así lo piensa Tel Aviv.

Es verdad que el viajero occidental, ebrio de pasado aunque lo ignore entero, posiblemente preferirá pagar tales hipotecas, y tener que lidiar con el problema de cómo vincular urbanísticamente las sucesivas etapas de su ciudad para que ésta parezca lo que es, una, antes que dejar gozar total libertad al urbanista y al arquitecto. Probablemente, siempre le quedará Nuremberg como muestra viva incluso frente a esas periferias que, por comunes y aun sin degradación, niegan la específica leyenda estilística –que nunca es tal: que siempre es una sólo porque son ya historia, por parafrasear libremente a Ortega – de sus respectivos centros.

Empero, descubrirá también, no sin sorpresa, cómo la novedad podría hipotecar la libertad de la imaginación más aún que la propia historia, porque a veces lo nuevo, cuando quiere dotarse de una personalidad en la que reconocerse, se inventa una especie de tradición racional anclada en unos pocos elementos que, de un lado, dota al conjunto de una uniformidad y una monotonía tediosas, mientras de otro impone una tiranía respecto de lo porvenir aún más rígida que la de las más consolidadas tradiciones históricas. En Tel Aviv, digo, no es difícil registrar esa patológica sensación cuando los ojos de la mente, como decía Séneca, escrutan la arquitectura de sus orígenes.

¿Cómo se sentirá un lugareño en su ciudad, qué es ser de Tel Aviv? Cien años en la vida de una ciudad no es desde luego una gran tarea, no son cemento suficiente para unir las cuatro generaciones que se han sucedido y formar con ellas un sujeto que las trascienda. Si Tel Aviv fuera Ulises difícilmente se sentiría transida por la emoción que embargó al héroe cuando en la corte del rey de los feacios las historias que oyó narrar eran las páginas de su propia vida; en Tel Aviv el tiempo aún no ha creado espacio para sus leyendas, por lo que los héroes anónimos que la pueblan, sus habitantes, es más probable que se nutran más de recuerdos personales que de los colectivos, como también que aquéllos sean más intensos que éstos al ser la propia biografía – o unas pocas más – la que está en juego: cualquier modificación que, en el interior de lo nuevo, lo reciente introduzca respecto de lo antiguo – la desaparición de una casa o la simple redecoración de su fachada, por ejemplo –, puede llevar acarreada un fragmento de tragedia personal si el antiguo inquilino llega a saberlo, ahora que del objeto ya sólo queda en pie su recuerdo. Y como una señal de identidad de lo nuevo es el cambio constante, la multiplicación de pequeñas tragedias personales – son retazos de vida propia lo que desaparece – estará a la orden del día, y uno presiente las calles de Tel Aviv ahítas de una espuma invisible de melancolía, tan militante que parece de una especie nueva si comparada con la que un día dominara los paisajes internos de los corazones de Buenos Aires, y que si no doblega la voluntad de sus sujetos es porque la segunda señal de identidad de lo nuevo parece ser el amor a la novedad.

Cuando uno se aproxima a Jerusalén y contempla la ciudad vieja, lo primero que advierte es la nube de memoria instalada sobre ella, hasta tal punto poderosa que le cabe concederse el lujo de flotar sobre los deseos de sus habitantes y desvincularse de ellos: no le importa que aquéllos se olviden de ella, pues la ciudad, llegado el momento, les recordará que, en ella, se les mide el quiénes son por el dónde están. En Tel Aviv, por el contrario, lo que uno cree advertir es que, dada su juventud, no cabe el olvido para la memoria: todo está presente, todo debe estar presente si ha de haber identidad.

Un robinsón que llegara a Jerusalén comprobaría cuán vertiginosamente se derretiría su condición de espejismo social, porque no es posible contemplar el fuego de su historia sin quemarse. Una metamorfosis inversa a la del señor Gregor Samsa, pero tan fulgurante como ella, le convertiría enalguien, en sujeto, aunque ignorase el sentido de las convulsiones sufridas y, al comienzo, hasta el destino que elige para sí. Mas pronto advertiría que puede ser libre, pero no estar vacío, pues la larga sombra del ayer sobrevive a la persona y a su voluntad: en Jerusalén, en efecto, no es posible pasear indemne por sus calles, no es posible traspasar ciertos umbrales sin cruzarte con el destino, aun cuando no sea el de uno mismo, sino el de la ciudad. En Tel Aviv, en cambio, la sensación es que si no unes tus recuerdos a los de la gente, si tu voluntad carece de fuerza para trascender el yo y vincularse a la de los demás, la ciudad, en cierto sentido, dejará de existir.

La impresión, desde un punto de vista temporal, es que Jerusalén existiría aun sin habitantes, porque los que ya fueron dejaron como poco el legado físico de la ciudad para el futuro, por eterno que éste fuere. Mientras, si existe Tel Aviv, es porque aquéllos lo quieren. Por eso, la ciudad nueva de Jerusalén, aun si fuera el mundo, o un mundo para sus residentes, para los demás no es más que una apófisis de la antigua, la verdadera. Y por eso Tel Aviv es, y por mucho tiempo aún será, una ciudad sólo nueva, donde lo antiguo apenas llega a viejo.

Con todo, en algún momento del recorrido ciertas placas atraerán la atención del viajero, como también determinados lugares que se han hecho famosos a su pesar: son focos de información sobre el lugar específico donde se proclamara hace sesenta y uno años la fundación del Estado de Israel; sobre el lugar exacto donde hace quince años un letal concentrado de odio en forma de bala, disparada por un judío ortodoxo y jaleada por muchos más, acabó con la vida de Isaac Rabin, cambiando así, por decirlo kantianamente, la historia futura del joven Estado; sobre los atentados suicidas en los que unos fanáticos palestinos, hermanos de odio de aquellos judíos ortodoxos, lograron imprimir las huellas de su delirio sobre la vida de decenas de inocentes; etc. La conclusión será que si bien Tel Aviv es una ciudad sin historia sí es ya una ciudad con memoria: que un cierto monto de experiencias, recuerdos y emociones compartidas se concitan para que Tel Aviv empiece a dotarse de cierta fisonomía simbólica propia.

Ahora bien, aunque el proceso de envejecimiento histórico haya comenzado ya, en mi opinión lo característico de Tel Aviv en cuanto ciudad reciente es que su idiosincrasia está más en el futuro que en el pasado, y en esa forma trucada de futuro que es lo nuevo: la forma de ser del futuro entre los humanos, aun cuando sólo por ser empieza ya a ser historia. Son las amplias avenidas de automóviles que pasan; el bullicio de la gente que pasa, turistas del tiempo en su propia ciudad; los rascacielos, que pasan porque otro germina a continuación, y que pasan también porque formando parte del paisaje urbano en realidad se miran sólo a sí mismos. Por así decir, Tel Aviv es el espíritu de Prometeo, la acción, aún en búsqueda de un cuerpo donde personalizarse.

En Tel Aviv, hasta casi ayer y todavía en buena medida, la alternativa a las amplias avenidas y a los grandes edificios es un pueblo: un pueblito de casas uniformes y bajas, calles rectilíneas y tráfico intermitente, que casi carecería de color y vida de no ser por el jardín natural en el que han sido implantadas – en realidad, tan artificial como aquéllas, pero tan frondoso que finge tener la eternidad de la naturaleza. Un jardín exuberante, habida cuenta de la enorme cantidad de plantas existentes en tan poco espacio y también el desorden que forman. Pero son un mar al borde del mar.

Todo un contraste con ese otro pequeño gran mar, en continuo incremento, de rascacielos y grandes edificios que se enseñorean sobre el cielo de la ciudad. Los rascacielos, funcionalidad aparte, están hechos para ser vistos, o mejor: para ser un centro de atención: son un mundo, pues. A partir de ahí, todo les está permitido: no dejarse condicionar por el pasado ni constreñir por el contexto. Son lo nuevo en ciudades con historia, y lo nuevo absoluto en ciudades sin ella, con sólo memoria. El futuro deja en ellos testimonios de lo que será, como el arquitecto deja testimonio de lo que es: sólo el presupuesto, mas no el tiempo ni el lugar, condicionan la forma de unos seres en los que todo es posible desde el momento en que la tecnología pone a la física a los pies de la imaginación.

Los rascacielos se oponen en – casi – todo a las casitas, y más que nada en su significación. Las casas, en efecto, son bajas y monótonas, y las más antiguas apenas presentan diferencias entre sí y aún menos decoración. En cambio, como es lógico, sí guardan relación formal unas con otras, unas manzanas con otras, hasta conformar un paisaje urbano característico que exhibe la dudosa armonía de la uniformidad. Lo contrario, pues, de esos monstruos preñados de esbeltez, que compiten sólo consigo mismos de puro ensimismados y que desde las alturas miran con desprecio el paisaje anterior. Ni siquiera miran a sus rivales, como no sea para competir en juventud con ellos.

Empero, eso no es sólo tiempo; no es el tiempo lo único que separa a rascacielos y casas. Las casas, su uniformidad, responden en efecto al espíritu sionista, igualitario en extremo (a una parte de él, pues la otra parte, la de perfumar de naturaleza la ciudad, es ya un logro vitalicio), y constituye un ejemplo cabal de, llamémosle así, socialismo urbanístico. El rascacielos, en cambio, con su yo sobre todas las cosas, deja todo al margen. Es un solitario en un espacio de relaciones, y es que no es la nostalgia lo que lo mueve, sino un narcisismo tan arraigado que lo vuelve elitista por naturaleza. Cabría decir sin más que el rascacielos es la metáfora de la crisis del sionismo tradicional en Israel, pues la construcción del primero delata la existencia de dicha crisis tanto como la continuidad de aquéllos ciega su involución. (Añadamos al respecto que los asentamientos de colonos junto a Jerusalén, por resumir en un ejemplo, son la paradoja urbana final del sionismo: formalmente preservan intacto, casi puro, su espíritu; y, sin embargo, están mayoritariamente habitados por los ortodoxos fundamentalistas que le fueron hostiles al principio y lo han seguido siendo hasta hoy.)

Una ciudad sin las bellezas de la historia, incluidos sus límites, pero consciente de su incipiente memoria, y con una pujante y variopinta energía centrada en el futuro, al que no ceja por dar más formas y nuevas criaturas. Quizá sea breve el resumen, pero no falsa la idea que el viajero se lleva de su paso por Tel Aviv.

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