París. 21 de enero de 1793.
Aún no había amanecido, cuando Charles-Henri Sanson abrió los ojos. Fuera sonaba un fuerte viento invernal. Quieto, sin apenas moverse, permaneció mirando al techo del cuarto. Sonaron las siete y supo que debía levantarse. Aún había mucho por hacer. Su mujer le abrazó y besó cariñosamente. De haber podido ese día lo hubiese borrado del calendario. En silencio, a la luz de unas velas, se vistió. Mientras, desde la cocina, su esposa preparaba algo para desayunar. Sabía que cuando su marido tenía que trabajar el estómago se le cerraba. Salió de la habitación y se encontró con su hijo. Cruzaron las miradas y se dijeron todo en silencio. Ambos habían pasado una mala noche. La labor que debían desarrollar esa mañana les cambiaría la vida para siempre.
Tomaron leche caliente y pan. Mientras su mujer, sentada junto a un fuego recién encendido, les observaba. Charles sacó una bolsita de cuero del bolsillo y cebó una bonita pipa color blanca. A los pocos segundos expulsaba nubes de humo de dulce olor por toda la cocina. No todos los días fumaba tan temprano. Su esposa le conocía muy bien y sabía que solo lo hacía cuando estaba realmente preocupado. Inclinándose sobre la mesa se dirigió a su hijo con seriedad. Le indicó cómo debía comportarse; lo que debía hacer llegado el momento. Éste escuchó sus palabras como si fuera la primera vez que las oía. Comprendía la preocupación de su padre. Iban a tener miles de ojos observándoles y no podían errar en su labor. Desde hacía muchas generaciones su familia había tenido ese trabajo. Solían ser señalados y, en algunas ocasiones, tratados como apestados. Pero alguien tenía que hacerlo y, realmente, había que reconocer que no existía nadie mejor que ellos en el oficio. Sabía que su padre jamás había amado esa labor. Veía que poco a poco le consumía por dentro. Casi la consideraba como una maldición. Pero todos entendían que, en los tiempos que corrían, no podían hacer miramientos a la manera de ganarse el pan de cada día. Hacía muchos años que se habían resignado. El joven oyente estaba al corriente de que tarde o temprano le tocaría soportar la losa que su padre acarreaba desde hacía años. Charles al fin enmudeció y fumó un rato acompañado de sus pensamientos.
Poco a poco el viento dejó de ser el único que recorría las calles. La ciudad despertaba y ese iba a ser un día que jamás olvidarían. Los dos hombres se despidieron de la mujer, que les recibiría cariñosamente a su llegada. Esa era su dura tarea: Hacer como si nada hubiese pasado. Bajaron a la cuadra y agarraron una vieja yegua al carro que les llevaría hasta su destino. Cogieron todo lo necesario. Entres los dos cargaron una pesada caja y la taparon ocultándola de ojos curiosos. Se abrigaron. Fuera aún se mantenían los restos de la nevada de hace unos días. Sonaron las ocho cuando abandonaron el edificio. Debían darse prisa. Sin ellos no habría “espectáculo”. Las calles de París ya estaban atestadas de gente para cuando el sol se atrevió a salir en tal fatídico día. Eran observados por todos. A su paso todos susurraban. Sabían quiénes eran y a dónde iban. Charles azuzó a la yegua para ir más rápido. No le gustaba la sensación que generaba entre sus vecinos. Hubiera preferido desaparecer del mapa y poder vivir dignamente olvidado por todos. Tardaron un rato largo. La nieve dificultaba el tráfico y todo París se dirigía al mismo punto. Pero por fin llegaron. La Plaza de la Revolución se abrió majestuosa ante sus ojos. Cientos de personas ya estaban allí. Por encima de sus cabecitas se elevaba amenazante un cadalso coronado por una estructura de madera de 2,80 metros. Hacia éste se dirigieron. Los soldados les abrieron paso. Todos comentaron su llegada. El momento se acercaba. Tendrían lo que habían ido a buscar.
Charles saludó a su ayudante, que ya les esperaba sentado en las escaleras de la estructura. Padre e hijo bajaron del carro y comenzaron a prepararlo todo. Lo primero que hicieron fue subir la caja de madera. De ella sacaron una pesada cuchilla que colocaron correctamente en su lugar. La sujetaron bien y la probaron. La guillotina estaba preparada y el pueblo emitió un grito de júbilo. El cadalso estaba fuertemente defendido por un poderoso anillo de soldados. Nadie se podía acercar al lugar sin premiso. Si lo intentaban recibirían un culatazo en la cara o algo peor. Charles habló con el oficial y repasaron los puntos a seguir. Él también, por muchos galones que portase, estaba nervioso. Poco faltaba para las diez: la hora señalada para la ejecución. Recorrían impacientes el entablado de un lado a otro. Todos fumaban. Todos miraban a todos. Cánticos de dudoso gusto salían del populacho. Deseaban justicia, pedían venganza. Para Charles todos estaban locos y él era la mano, el ejecutor de su locura.
No habían dejado de sonar las diez campanadas cuando, desde una calle que daba acceso a la plaza la muchedumbre empezó a gritar de forma ensordecedora. Los tres personajes que estaban sobre el cadalso vieron cómo entraba en el lugar una carroza verde tirada por un caballo, rodeada por gran número de guardias. Comenzaron a vibrar los tambores de los soldados que rodeaban el lugar de la ejecución. Redobles marciales que taparon el rugido del pueblo. Poco a poco el vehículo se fue acercando. El corazón de Charles comenzó a acelerarse. Había llegado el momento.
El caballo relinchó cuando llegó junto a la sombra que empezaba a proyectar la guillotina. Todos callaron. Incluso los tambores. Charles, su hijo y su ayudante descendieron las escaleras y esperaron. La puerta del carruaje se abrió y de él salió un soldado y un civil. Tras ellos asomó la cabeza un hombre de unos treinta y muchos años. Su porte era elegante, distinguido aún la ocasión. Vestía una bonita casaca blanca y azul. Miró a las personas que tenía frente a él con rostro serio pero impasible.
-Señor –rompió a decir Charles-, debo quitaros la casaca.
-¿Me queréis decir que no podéis hacerlo con ella puesta? –contestó.
Charles le explicó que para hacerlo todo más rápido y de manera eficaz sería mejor que no la llevara. El condenado aceptó e incluso ayudó a que se la retirara. El ayudante de Sanson avanzó con una cuerda para atarle las manos. Entonces el reo le miró con desprecio y se negó enérgicamente a tal tratamiento. La persona que le acompañaba le aconsejó a que aceptara lo que le ordenaban. Le consoló diciéndole que ya pronto acabarían las vejaciones. Bajó la vista mientras le ataban como a un animal. Inmediatamente le agarró Charles de un brazo y del otro su hijo. En cuanto comenzaron a subir por las escaleras los tambores arrancaron de nuevo. Un sonido marcial, rítmico que aceleró los corazones a todos.
-Y dígame señor ¿Van a estar todo el rato tocando? –preguntó a Charles.
-Ciertamente no lo sé, señor. No se preocupe por ellos.
Su hijo y el ayudante se dirigieron hacia la guillotina para prepararla. Charles fue a colgar la casaca del procesado de la barandilla que rodeaba el cadalso. Al regresar donde le había dejado vio cómo éste intentaba hablar al público.
-¡Señor! Lamento decirle que tiene expresamente prohibido dirigirse al pueblo –comentó.
De todas maneras daba igual, pues los tambores impedirían que cualquier sonido que saliese de su boca llegase a nadie. Se resignó con tristeza y se dejó llevar hacia su final.
Pero en el instante en el que sus verdugos le iban a colocar en posición se revolvió. Forcejeó un segundo y de su garganta salió un fuerte grito:
-¡Pueblo! ¡Muero inocente!
A Sansón le dio muchísima pena. En esos momentos era cuando más odiaba su profesión. De nuevo intentaron sujetarlo a las cuerdas de la tabla cuando el preso se volvió y les miró a los ojos. Un escalofrío recorrió la espalda de Charles. En su mirada ya no había odio. Únicamente se veía resignación.
-Señores, soy inocente de todo lo que me han acusado. Espero que mi sangre sirva para cimentar la felicidad del pueblo francés –dijo majestuosamente.
El propio reo se tumbó en el lugar que le correspondía y nada objetó cuando el ayudante de Sanson le cortó el pelo que ocultaba su cuello. Mientras esto pasaba, los espectadores que se habían reunido para admirar ése espectáculo comenzaron a gritar impacientes por que se cumpliera la condena. Estaban sedientos de sangre. Eran una sola mente, una sola boca, una turba que aclamaba a la muerte.
La cabeza del preso sobresalía por un agujero bajo el que estaba una cesta de mimbre. Charles comprobó que todo estaba correctamente preparado e hizo una señal a su hijo y a su ayudante para que se retiraran. Miró al oficial a caballo que mandaba la tropa. Entonces éste ordenó que se silenciaran los tambores. Todos enmudecieron. Charles agarró la cuerda. Desvió la mirada hacia las pantorrillas del condenado. Nunca le había gustado mirar lo que iba a suceder. Se fijó que vestía unas bonitas y finas medias blancas y unos zapatos negros con brillante hebilla dorada.
–Cuánto lujo habrán pisado –pensó en el mismo momento que tiraba de la cuerda.
Un estridente ruido sonó durante menos de un segundo. 60 Kilos de hierro cortaron el aire y la cabeza del condenado. Las piernas le temblaron un instante y dejaron de moverse para siempre. Ya estaba hecho. Miró a su hijo y vio que estaba con la mirada clavada en el suelo. Se sintió orgulloso por ello.
Al ponerse en la parte delantera de la guillotina observó cómo aún salía un potente chorro de sangre del cuello mutilado. Sin impactarse, agarró del pelo la cabeza que yacía boca a bajo en la cesta de mimbre y, como mandaba el reglamento, la elevó mostrándola a todos aquellos que habían venido a verla. El sonido de una salva de cañones se unió al rugido del pueblo. Charles-Henri Sanson estuvo así un buen rato. Nadie tenía prisa por irse. Todos querían ver el rostro del ciudadano Luis Capeto. Todos querían celebrar la muerte de Luis XVI, el último rey de Francia.
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