El suplicio de Damiens

Imagen: Grabado que ilustra la ejecución de François Ravaillac por el asesinato de Enrique IV de Francia en 1610.

Empezó ya 2021 y poco ha cambiado respecto al nefasto año anterior. De una forma casi mágica, nacida de la esperanza de un futuro mejor, al comer las doce uvas de la Nochevieja buscábamos un espejismo de mejora instantánea. Todos sabíamos que no sería así, pero eran y son muchas las ganas de dejar atrás una de las páginas más negras de nuestra historia actual.

Según cuentan, hace ya varios siglos, alguien le llegó a decir a Voltaire que “la vida es dura”, y el filósofo le contesto: “¿Comparada con qué?

El motivo de traeros esta anécdota no es otro que demostrar que el comienzo del año podría ser peor de lo que imaginamos, aunque nuestra situación sea muy difícil, triste y dura. Así pues, conozcamos el terrible final de Roberto Francisco Damiens.

Nació en Francia en 1715 y llevó una vida bastante acomodada. Ascendió en la sociedad a base de buenos contactos y saberse mover. Seductor y de exquisitos modales, a sus cuarenta y dos años estaba en la cima de su carrera personal. Pero la diosa Fortuna quiso dar la vuelta a la rueda de su vida y, de la noche a la mañana, el bueno de Damiens vio su existencia precipitada al vacío. Desconocemos el motivo por el que la tarde del 5 de enero de 1757 decidió dar una “advertencia de sangre” al rey Luis XV, acercándose a su regia persona y realizando con un cortaplumas un ligero corte en el costado del monarca. Tal vez llevado por un ideal de justicia o simplemente producto de un acceso de locura, el hecho es que semejante  afrenta fue el inicio de su peor pesadilla. Lo apresaron en el mismo instante y fue encerrado en una celda donde comenzaron los mecanismos de tortura, con el fin de interrogarle y darle un primer castigo por el delito cometido. 

Lo primero que le aplicaron fue la “bota”, un instrumento de hierro pensado para fracturar los tobillos. Para ello se metía el pie del condenado en ella y en los espacios libres se introducían, a martillazos, cuñas candentes hasta hacer astillas los miembros. Pero no contentos con esto, los verdugos decidieron añadir al suplicio una segunda y una tercera parte: le arrancaron la carne de las piernas con hierros candentes y luego le pusieron los pies sobre el fuego. Una vez terminada esta muestra de mecanismos del dolor, fue lanzado a otra celda muchísimo más estrecha que la primera, casi del tamaño de un hombre tumbado. Buscaban así que sufriese todos los tormentos de una respiración angustiosa, además de la sed y el hambre.

Allí estuvo hasta que llegó el día del juicio, pues lo que había padecido hasta entonces era solo la antesala de todo el proceso judicial, en el que previamente había que aplicar tortura para dar por bueno el interrogatorio. 

El 26 de marzo de 1757 fue arrojado frente a los jueces atado dentro de un saco de cuero; declarado culpable de lesa majestad y condenado a sufrir una “honorable enmienda” frente a la fachada de una iglesia de París, a la que sería conducido “mediante carro, en camisa” y allí debería pedir perdón a Dios, al rey y a la justicia. Pero con esto no terminaron sus problemas, no se vayan a imaginar ustedes. Tal vez Dios sí que se apiadó de su alma, pero los humanos somos mucho más implacables y, aún habiéndose arrepentido públicamente de sus actos, le sería aplicada la condena de forma tajante. He aquí lo que la justicia terrenal exigió para quedar satisfecha. 

Se trasladó a Damiens a un patíbulo levantado para el evento en la parisina plaza de Grève y allí fue atenazado por el pecho, los brazos, los muslos y las pantorrillas. Tras ello, le obligaron a empuñar un cuchillo con la mano derecha, responsable material del atentado, y la quemaron con “fuego de azufre”. Seguidamente, en las partes anteriormente atenazadas vertieron plomo fundido, aceite hirviendo, pez resinosa y cera y azufre fundidos juntos. A continuación llegó la hora del descuartizamiento, en la que su cuerpo debía ser “tirado y desmembrado por cuatro caballos”. Pero fue en este cuarto paso de la sentencia donde se presentaron las complicaciones.

El espectáculo duró más de lo previsto, pues el condenado, reducido casi a pedazos, no se decidía a morir. Por tres veces cayeron los caballos, pero los brazos y las piernas del desgraciado no se terminaban de arrancar y se habían alargado desmesuradamente. Un médico mezclado entre la multitud gritó: “¡Dadme un cuchillo!”. “¿Para qué?”, le preguntaron. “Hay que cortar los haces de nervios de los miembros. Debemos facilitar el trabajo de esas pobres bestias.” Así que cientos, miles de voces pidieron un cuchillo. Pero allí no había ninguno. La plaza era presa de una confusión indescriptible. Una forma de histerismo colectivo se había apoderado de la muchedumbre: unos corrían y otros gritaban. En aquella barahúnda, el único que conservó la sangre fría fue el ayudante del verdugo, el cual tomó un hacha y deshizo los haces de los nervios de las axilas y de las piernas de aquel cuerpo martirizado que aún tenía vida.

Relata un testigo: “Cuando los caballos se pusieron en movimiento, lo primero que se desprendió fue un muslo, después otro, luego un brazo. Damiens respiraba todavía. Finalmente, en el momento en que los caballos se pararon, retenidos por el único miembro que quedaba, sus párpados se levantaron, su mirada se dirigió hacia el cielo, y aquel tronco halló la muerte. Quedaba por cumplir la última operación: reducir a cenizas los pobres restos y lanzarlos al viento. Al acercarse los ayudantes del verdugo para recogerlos, notaron que los cabellos del paciente, todavía negros cuando llegó a la plaza de Grève, se habían vuelto blancos

Historias parecidas a esta las podréis conocer en mi nueva charla para la asociación cultural  Pompaelo, el jueves 4 de febrero, titulada: Historia de la justicia en Pamplona. ¡Os espero! 

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