A propósito de «Un ensayo sobre Castilla»

El realismo social español supo dar tres grandes figuras de auténtica antología literaria en la segunda mitad del pasado siglo. La primera es Luis Martín Santos con su “Tiempo de Silencio” (1962), la segunda es Juan Benet, con una no menos visión lúgubre de la España franquista, y la tercera es la del recientemente fallecido Raúl Guerra Garrido. 

De ascendencia leonesa se establece en el País Vasco en 1960. Salta a la fama con “Cacereño” (1970), una narración con ribetes autobiográficos sobre el tema de la emigración al País Vasco. No obstante, su consagración definitiva como escritor de renombre vino en 1976 con “Lectura insólita del Capital” por la que recibió el prestigioso premio Nadal. 

Esta última publicación, primera obra de ficción sobre el terrorismo de ETA, constituye además un icono clásico que marca una trayectoria vital en defensa de las libertades frente al totalitarismo y los nacionalismos excluyentes. Esta radiografía de la sociedad vasca retrató la fractura social de una sociedad amedrentada frente a la que se yergue el escritor, en consonancia  con lo que representó el compromiso cívico de Raúl a lo largo de su vida. Porque, asumiendo esta responsabilidad, tanto el autor como el ciudadano no cejaron en denunciar las injusticias, a pesar del acoso y las amenazas que recibieron de los intolerantes y violentos.


Es fácil, extremadamente fácil hacer una loa de Raúl, de Raúl Guerra Garrido; y necesaria, muy necesaria, ahora que no está entre nosotros. Solamente hay que saber leer y leer sus obras para quererle, porque, salvo excepciones que no vienen al caso, es verdaderamente difícil no apreciar a quienes queremos.

Toda una vida dedicada a la literatura no se puede comprimir en unas palabras, porque Raúl es un creador y relator de cosmologías e imaginarios –Madrid, Extremadura, Castilla, El Bierzo, Euskadi, las Américas– que para tratarlos y analizarlos necesitaríamos muchas tesis doctorales.

El recorrido humano y creativo de Raúl a lo largo de su vida ha sido inmenso, donde –fiel a sí mismo– el diálogo, la tolerancia, la comprensión del otro, la libertad y la desaparición de las injusticias han sido sus señas de identidad y su motivo de lucha; y donde el combate de la razón por impedir que los fanatismos y terrorismos de todo índole nos lleven a la edad de las tinieblas ha guiado su quehacer literario y ciudadano.

Pero entre sus obras hay un precioso trabajo que revela el tránsito del mundo del novelista al universo del ensayista. Este minucioso trabajo de 1999, merecedor del Premio de las Letras de Castilla y León, es una especie de relato que, a modo de libro de viajes, se convierte en novela a lo largo del camino, como si quisiera habitar en ambas orillas, a modo de fértil limes que se nutre de ambas experiencias.

Por supuesto que me refiero a Castilla en canal (sugerente título, por cierto) donde la razón (otra constante de Raúl, que renunció a una carrera científica por escribir) hace acto de presencia en su combate ante las adversidades; y en el que Raúl nos conduce –será nuestro guía y canalero- por la senda de un proyecto prometeico que, en el corazón de Castilla, quiso hacer realidad lo que la orografía y las montañas hacían imposible.

Este sueño de la razón en la médula de Castilla –Raúl no lo podría denominar mejor cuando lo califica como un “castillo en el aire”– representa el sueño de la Ilustración, que en pos del “fomento de la sociedad y la felicidad del pueblo” impulsara la construcción de una extraordinaria obra de ingeniería para dotar al “granero de España” de una vía de transporte competitiva que facilitase la salida de sus productos agrícolas, principalmente trigo, al puerto de Santander desde donde se exportaba a las colonias de ultramar.

Lo que queda de aquella gesta científica por tierras de Palencia, Valladolid y Burgos es un itinerario de 207 kms de longitud, que tiene la forma de una Y invertida con sus tres canales correspondientes. El Canal del Norte arranca desde Alar del Rey, recoge sus aguas del Pisuerga, y a los 87 Km. de su nacimiento se subdivide en dos ramales distintos: el Canal de Campos, que, tras un recorrido de 66 kms, finaliza en Medina de Rioseco; y el canal del Sur, con 54 Km. de prolongación, que muere en Valladolid. En esta epopeya, a modo de libro de viajes, el canalero que es Raúl nos conduce por la “España de que pudo ser”.

El canal de Castilla, nos dice Raúl, se diseñó a imagen y semejanza del francés de Languedoc o del Midi, el gran hito de la ingeniería civil europea del XVII, cuyas esclusas fueron las recomendadas un siglo antes por Leonardo de Vinci. Ahora, el programa ilustrado está representado en el libro de Raúl a través del novator, científico y capitán de navío Antonio de Ulloa, así como por la genial inventiva técnica de Agustín de Betancourt. El relato de la gran hazaña, asimismo, se convierte en el sueño de aquella razón ilustrada, que no por irrealizada merece menos admiración y visita; lo que en otra época fueron esclusas, presas o sifones, son ahora molinos, aceñas, batanes o fábricas de harina, que no por eso dejan de exigir atención.

Y el canalero, o sea, Raúl, no puede obviar su mentalidad científica, y disfruta describiéndonos el juego de tornos y timones que accionaban el conjunto de poleas y palancas que permitían la apertura y el cierre de las compuertas: “El orden de maniobra para el trasvase de una lancha comenzaba con su aproximación a la bocana, ya fuera aguas arriba o abajo, para recibir desde allí el permiso del esclusero; tenía preferencia, en caso de cruzamiento, la que tuviera el agua a su nivel. Esto sólo era factible de sol a sol, que era la duración del horario laboral. Supones la barcaza aguas arriba y la esclusa llena, he aquí el modus operandi: se abren las puertas del extremo que encara la nave y entra en el vaso; se cierran esas puertas y se abre la portana del extremo opuesto; el cuenco se va vaciando y la barcaza descendiendo con el nivel del agua; cuando enrasa dicho nivel con el del extremo inferior del canal, se abren las correspondientes puertas y la embarcación continúa su ruta, ahora aguas abajo. La maniobra en caso contrario es igual pero a la inversa; la esclusa funciona, funcionaba, como un ascensor de su­bida y bajada. Lamentas ver la maniobra sólo en tu imaginación”, nos dice emocionado.

El científico racionalista que es Raúl casi quiere sugerirnos la siguiente reflexión: ¿Por qué no habían de aplicarse con igual éxito los mismos métodos de las ciencias naturales a las cosas humanas, a la moral y a la política? ¿Por qué había que suponer que los hombres pertenecían a algún orden ajeno al sistema de la naturaleza? (…) ¿Por qué no se podía crear una ciencia o unas ciencias del hombre y aportar también ahí soluciones tan claras y seguras como las obtenidas por las ciencias del mundo externo?

La Ilustración, esa doctrina que se difunde a lo largo del siglo XVIII, creía que la opresión, la pobreza y las calamidades del mundo no eran más que consecuencias de la ignorancia. Anulada esta por una educación conveniente, la abundancia y la felicidad serían patrimonio de los hombres. Había que dar, por tanto, luces a la humanidad, ilustrar el mundo, y la felicidad reinaría por doquier. Esta propuesta novedosa, revolucionaria, la aceptaron con entusiasmo los pensadores de la Ilustración que creían que «sólo el conocimiento científico puede salvarnos». Aunque la contra-Ilustración no tardaría en llegar.

El canal de Castilla es la metáfora de aquel sueño ilustrado, el intento por secularizar los saberes humanos y que el pensamiento laico y racionalista invadiera toda la ciencia. Así lo definía Kant en 1784, «La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.»

También Diderot, cuando en “La Encyclopédie” escribe sobre el término “philosophe”, defiende que lo propio del filósofo -es decir, del hombre que ha llegado a la mayoría de edad, que ha asumido su tarea de ser racional- es pensar “por sí mismo”, está formulando el mismo ideal de la Ilustración. El objetivo del hombre es devenir racional, o sea, ejercer su razón; por tanto, su autodeterminación es su deber como hombre. La Ilustración, por tanto, hereda y ensalza la imagen prometeica del hombre, que busca el poder del saber para liberarse de la Naturaleza y de los dioses.

Y el origen de la inteligencia transformadora que nos hace realizar ingenios prometeicos está en la curiosidad, en el asombro. Ya lo dice Sócrates en el Teeteto: “Es propio por entero de un filósofo este sentimiento: asombrarse (como para los “philosophes” del siglo de la luces). La filosofía, continúa diciendo el ateniense, no tiene otro origen, y quien hizo de Iris (la Dialéctica) la hija de Thaumas (el Asombro) debía entender mucho de genealogías”.

¿Y qué otra cosa es hacer literatura, sino escribir –utilizando el logos- ante el asombro? Y qué ha hecho Raúl sino esto durante, al menos, los últimos cuarenta años. En Castilla en canal, el canalero –el viajero que se vale del agua como vehículo de transporte e intercambio de conocimientos- dialoga consigo mismo, se pregunta por lo que ve, y, formulando su saber científico ante el ingenio humano que le rodea, con el instrumento de la escritura, ordena la multitud de representaciones que le impresionan y sistematiza lo complejo en un cuerpo organizado.

Raúl comienza su libro con un magnífico himno ibérico de Joan Maragall:

“Sola, en medio de los campos,
tierra adentro, ancha es Castilla.
Y está triste: sólo ella
no ve los mares lejanos.
¡Habladle del mar, hermanos!”

La añoranza por el mar entusiasmó a aquellos ilustrados y les posibilitó soñar. Lástima que el entusiasmo de la razón solo se transmitió a una minoría que fue la protagonista de la epopeya civil descrita. Por eso, tal vez, al final del Canal del Sur el canalero interrumpe su marcha, y piensa en los “fulgores” de la ilustración, porque lo que otros países fueron Lumières o Aufklärung aquí se limitaron a ser “fulgores”.

Las enseñanzas y actualidad del ejercicio de Raúl en este trabajo son inmensas, pero corresponde extraerlas al lector atento. Por mi parte, en la senda de su sueño ilustrado, me quedo con el Raúl luchador y esforzado que, con valentía, se yergue con fuerza frente a la adversidad.

Esteban Anchústegui Irartua
Profesor de la UPV/EHU

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