Breve viaje por el tiempo en la Plaza del Castillo

El salón de nuestra vieja ciudad encierra muchos secretos y cientos de historias entre sus piedras y casas. Sentarse en un banco y echar la vista atrás es un maravilloso viaje que nos enseña de dónde venimos y nos permite entender quiénes somos.

Vayamos pues a principios del siglo XX. Ante nuestros ojos se presenta una plaza del Castillo bastante similar a la nuestra dado que los edificios que la rodean guardan mucho parecido con los actuales. Y digo que es bastante similar porque a nada que miremos a un lado o al otro veremos algunas diferencias con la actual. Para empezar la avenida Carlos III no está allí, pues en su lugar se levanta la fachada del Teatro Principal, antes de que desmontasen todo el edificio allá entrado el siglo pasado y lo trasladen a su ubicación actual. Presidiendo el centro de nuestra plaza está la bonita estatua de la Mariblanca, irguiéndose solemne sobre su fuente de la Abundancia desde hace ya más de siglo y medio. En torno a ella vemos a las criadas con sus cubos de agua, a los señores con sus bombines, a las damas con sus sombrillas y a los mozos con sus boinas enroscadas y los blusones al viento durante sus carreras. También están los cafés de la ciudad: el café Suizo, el Kutz y el Iruña, así como el hotel La Perla, desde cuyo balcón aún se pueden escuchar las notas que regala el querido Sarasate cada vez que visita a su amada Pamplona.

Si viajamos unas cuantas décadas más, concretamente al año 1874, nos encontramos con una escena multitudinaria que abarrota la plaza dado que allí los gigantes bailan al son de txistus y tambores. Sí, sí, los mismos que hoy en día pero lo que entonces se celebraba era la subida de agua desde el manantial que Salvador Pinaqy encontró junto al molino de Caparroso. Y en buena hora, pues la ciudad llevaba ya demasiados meses de asedio por el ejército carlista, quien había destruido las canalizaciones para cortar el suministro a la capital y así conseguir que se rindiera.

A los largo del siglo XIX se suceden en ese mismo escenario paradas militares y cambios de nombre. Unas veces es plaza de la Constitución y otras del Castillo. Cosas de la política, que nunca llueve a gusto de todos. También vemos sucesos un poco desagradables, como el que ocurrió el 19 de marzo de 1822, cuando un grupo de fieles al rey Fernando VII, absolutistas, y otro defensor del la Constitución de Cádiz, liberales, terminaron a tiros y con varios muertos como resultado. Ya les digo, cosas de la política.

Pero cuando llegamos a los años iniciales del siglo XIX, entonces nuestros ojos contemplan un panorama un poco más preocupante. Así, en la mañana del 8 de febrero de 1808 presenciamos la entrada de más de dos mil franceses siguiendo a las águilas de Napoleón. Y es que son tiempos muy difíciles los que les esperaban a los pamploneses de entonces. Seis años de invasión, de guerra y de muerte. 

Cuando llegaban las tropas imperiales siempre realizaban una parada marcial en la plaza. Si se fijan, hasta podrán ver los colores de sus vistosos uniformes y sus grandes y altaneros bigotes. Ahora, si giran la cabeza hacia el lado opuesto hallarán a un caballero que sale de un edificio llamado Casa de la Suscripción o del Cuadrante, que hace esquina con la calle Chapitela. Pues bien, ese hombre no es otro que José Guidoti. Suizo de nacimiento que llegó a la ciudad en 1800, abriendo en ese espacio el primer café-billar de la ciudad. Lo que los franceses no saben es que seguro que se dirige a pasar información a algún enlace de la guerrilla. Bien podemos afirmar que José era un espía y durante toda la guerra actuó como confidente de Javier Mina y más tarde de su tío Francisco Espoz y Mina.

Pero esperen, creo que se escucha una campanilla y unos cantos un tanto tristes. Claro, ¡ya está! Miren, miren a las escalericas de San Nicolás. En ellas hace acto de presencia un cortejo en el que va un condenado a muerte. Así era el trayecto, siempre el mismo. Recorría los tres viejos burgos y terminaba con una ejecución con garrote en la plaza del ayuntamiento o colgado del cuello en el prado de san Roque, donde ahora más o menos está Antoniuti. Que Dios se apiade de su alma pues la justicia secular no lo ha hecho.

Cerremos los ojos y saltemos al siglo XVIII. Esta es una centuria plagada de novedades para Pamplona, fruto de esa Ilustración del momento. “La hora de Navarra” llamaron a estos cien años. Será cuando veamos levantarse la bonita fuente de la Maribanca y construirse parte de los edificios que nos rodean.

Pero si seguimos nuestro viaje en el tiempo, llegaremos de nuevo a un momento un tanto delicado. Y es que en el siglo XVI asistiremos a la invasión de la ciudad por las tropas castellanas y veremos levantarse el castillo de Santiago o llamado también de Fernando “el Católico”. Sonidos de cañones y gritos de dolor sonarán por toda la plaza. Si se fijan bien igual pueden ver en las almenas de la fortaleza a quien será san Ignacio de Loyola, más ahora solo es Iñigo, capitán a las órdenes de Carlos I de España. 

Si respiran profundo podrán oler el sudor de los animales pues en la esquina noroeste, donde hoy se encuentra el acceso al pasadizo de la Jacoba, se levanta la vieja plaza de toros de la ciudad. Se trata de un recinto bastante sencillo que se ponía y quitaba según convenía y que albergó durante siglos la pasión taurina de aquellos viejos pamploneses.

Retrocedamos aún más. Bienvenidos a la Edad Media. Ya no queda rastro de las casas a las que estamos acostumbrados y ahora sí que todo es muy diferente. Un muro de piedra se impone donde ahora se abre la avenida Carlos III, protegiendo al antiguo convento de Santiago. A un lado se levanta el burgo nuevo de San Nicolás y al otro, como enfrentándose con descaro, la vieja Navarrería. Estamos en el siglo XIV y ante nosotros se alza orgulloso el castillo construido por Luis “el Hutín”, un rey francés de la dinastía de los Capeto que poco pisó la ciudad. Esa antigua fortaleza será la que bautice al lugar hasta nuestros días y a saber cuántas centurias más. Ahora nuestra plaza solo es una tierra de nadie que se abre entre los tres núcleos de población que era Pamplona. Habrá que esperar al bueno de Carlos III “el Noble” para que los una y ponga paz de una vez por todas el 8 de septiembre de 1423.

Si seguimos retrocediendo en nuestro viaje temporal igual mejor nos saltamos al siglo XIII. Lo digo más que nada a ver si vamos a caer en el verano de 1276 y nos llevamos un flechazo o nos aplasta una piedra lanzada por cualquier catapulta, pues por aquel entonces la ciudad se desangraba en una cruel y ridícula guerra civil entre hermanos.

Rebobinando la película vemos desaparecer tanto a la población de San Nicolás como al burgo de San Cernin. De esta forma solo la ciudad de Pamplona, la primitiva, la que luego será conocida como la Navarrería, se alza frente a nuestros ojos, protegida por sus viejas murallas con demasiados siglos sobre sus espaldas. 

Demos un salto importante. Agárrense, pues va a ser gordo. Bienvenidos al siglo VIII. Ahora sí que nadie reconocería que estamos en nuestra plaza del Castillo, pues su lugar lo ocupa un campo plagado de tumbas y es recorrido por gentes de extraño aspecto y lengua. Si escuchamos con atención sabremos que son árabes. Bueno, mejor dicho bereberes del norte de África. Estamos en una Pamplona desconocida y deseada por muchos, siendo por ello una ciudad cambiante de manos. Vascones, francos, musulmanes, todos la quieren. No podemos ver más allá de esa maqbara ya que es demasiado intensa la oscuridad que reina en esos siglos en la entonces llamada Bambaluna, años que siguen siendo desconocidos a día de hoy.

Nos sentamos en una vieja piedra de unas termas ya olvidadas y esperamos a que pase de largo un grupo de jinetes visigodos que viaja rumbo a la puerta oeste de Pompaelo, situada, más o menos, donde hoy encontramos la calle Mercaderes. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos todo vuelve a cambiar. Ahora aparece ante nosotros una ciudad clásica. Aun estando a las afueras de esta Pompaelo romana, podemos comprobar que en el siglo II no le fue tan mal a aquella vetusta ciudad. Años peores vendrán, destrucciones e invasiones, pero qué quieren que les diga, eso mejor lo dejamos para otro día.

Vamos, sigamos hacia atrás. Todo se llena de vegetación. Estamos rodeados de árboles y una roca alargada se alza clavada en el suelo. Es un menhir. Demasiado desgastado como para que las gentes que viven allí recuerden quién o quiénes lo pusieron. Tras el mismo aparece ante nuestros ojos un poblado rodeado de una muralla tosca pero consistente: la Iruña vascona. Bueno, siendo sincero desconozco realmente el nombre que tenía. Tampoco puedo preguntárselo a sus habitantes, pues es mejor que no nos vean por si acaso les incomodamos. Muchos siglos verán sus piedras hasta que desaparezcan en su totalidad.

Pero antes de volver a nuestro presente, vamos a asomarnos a ese claro que hay allí. Miren, síganme pero no hagan ruido. Si se fijan podrán ver a un grupo de nómadas del Paleolítico superior. Nos encontramos a unas cuantas decenas de miles de años de nuestro presente. Suelen venir aquí cuando el tiempo les permite cazar y recolectar por nuestra Cuenca. Con suerte alguno dejará una herramienta de sílex y tal vez la encontremos en una nueva excavación arqueológica en la plaza. Pues quién sabe, todo puede pasar.

Ahora sí, compañeros de este viaje tan especial, pongamos rumbo de vuelta a nuestro presente. Pero, por favor, cuando estén ya en pleno 2023, no olviden lo que han visto. Y cada vez que paseen por nuestra querida plaza del Castillo, tengan un recuerdo para todos aquellos que ya no están y que entre todos construyeron esta preciosa ciudad.

Foto donada por la familia Iráizoz Astiz al Archivo de Navarra, fechada entre 1896 y 1910. Antiguo Teatro Principal en la Plaza del Castillo.

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