Constitución, libertad y futuro

En estos días en que parece que la Constitución de 1978 se haya quedado ya obsoleta, a juzgar por las propuestas para reformarla, quizá sea interesante recordar que es una de las más avanzadas del mundo. No sólo contempla derechos sociales que otras no ven, sino que consagra la igualdad ante la ley de todos los españoles con un detalle muy superior a la media.

La Constitución española de 1978 es un ejemplo de consenso y tolerancia. Es un marco flexible diseñado en unas circunstancias que pedían flexibilidad. Y esta flexibilidad es tanto su fortaleza como su debilidad. Fortaleza, porque permite el acuerdo de casi cualquiera que la lea. Debilidad, porque su desarrollo ha llevado a medidas que contradicen su espíritu, sin que sus mecanismos lo hayan podido evitar.

Así, nos encontramos con un Poder Judicial en manos del Ejecutivo (aunque formalmente no incumpla la norma), un Estado de Alarma en el que no se rinden cuentas cada quince días, unos partidos que pretenden dar instrucciones de voto a sus representantes (y ser los dueños de sus escaños), una representación electoral que debería ser proporcional pero distorsiona elecciones y gobiernos, administraciones donde el ascenso depende del partido mucho más que del mérito o la capacidad, comités administrativos que declaran a gente “víctima” de abusos policiales sin proceso judicial, colectivos profesionales a los que se puede discriminar sin que sea delito de odio, y sexos a los que se priva en la práctica de  presunción de inocencia en algunos delitos mientras se trata la exaltación del asesinato político como libertad de expresión, y se pretende definir la verdad desde el gobierno. Y mejor no hablemos de la discriminación por lengua materna en el acceso a la administración pública, y de la exclusión del español en la enseñanza de muchas Comunidades Autónomas. Todo ello contraviene, frontalmente, el espíritu constitucional, y con frecuencia hasta la letra. 

Pero la Constitución no tiene voluntad ni acción, es una herramienta. No es la Constitución lo que nos está fallando, sino las personas y partidos encargados de defenderla y desarrollarla. La Transición obligó a muchos compromisos, pero sucedió hace ya demasiado tiempo para seguir culpándola de los abusos perpetrados por los distintos partidos. Si la Constitución es una pieza esencial para nuestra convivencia, para la protección de nuestros derechos, es también una responsabilidad de todos protegerla, y exigir su cumplimiento.

Eso significa, a mi entender, ser constitucionalista. No significa apoyar ciegamente a ningún partido, sino exigirles a todos ellos lealtad a la Constitución, en espíritu y letra.

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