Publicado originalmente en Contexto el 7 de Febrero de 2023
Un llamado para que la política y los políticos “vivan y dejen vivir”.
Vivimos en un tiempo de moralización de la política. Las causas más relevantes de la agenda pública occidental como el feminismo, la igualdad y la transición energética –para mencionar las más mediáticas– son respuestas a problemas políticos percibidos ante todo como profundamente inmorales y contra los que hay que luchar colectivamente. Así, el feminismo se afinca en la idea de que el machismo es inaceptable; la igualdad es la contracara normativa del capitalismo clientelista, del racismo, la xenofobia y la discriminación; y la transición energética ha devenido en una batalla contra el cambio climático.
Moralizar la política tiene muchas ventajas: concientiza, moviliza y enfervoriza. Es consecuencia, por demás, de nuestra evolución moral como especie y de la mala prensa que tiene hoy en día el realismo político. Pero tiene también varias desventajas. Tres de ellas son: que las políticas públicas adquieren visos de cruzadas; que sus protagonistas se ven a sí mismos como redentores; y que la indignación se convierte en la emoción predominante de lo intolerable.
Las políticas públicas como cruzadas
Enseñaba Carl Schmitt que si la política se caracteriza por la distinción amigo-enemigo, la moral se define por las categorías bueno-malo. Luego, un primer efecto que tiene la moralización de la política es que los fines políticos no solo se conciben como deseables o posibles sino como buenos en sí mismos. Y al revés, lo inconveniente o perjudicial es al mismo tiempo lo malo. Es innegable que hay actos o políticas que suscitan un legítimo repudio moral: el genocidio, la violencia contra mujeres y niños, la trata de personas o la discriminación, es decir, aquello que vulnera directamente la dignidad humana.
Sin embargo, en las últimas décadas se ha difuminado la línea divisoria entre la política y la moral. De allí que las sociedades contemporáneas estén polarizadas y profundamente divididas entre quienes conciben una política, un hecho o un personaje como esencialmente bueno y quienes conciben exactamente lo mismo como abominable sin más. En unos y otros brilla por su ausencia los matices, el gradualismo y ni qué decir, la autocrítica.
Así, un primer efecto de la moralización de la política es que esta pasa de lo posible a lo necesario, de lo gradual a lo acelerado, de lo elegible a lo imprescindible. Y entendida así, la política no solo busca ordenar, agenciar o representar, sino transformar y moralizar, es decir, convertir.
Que la política se haya moralizado explica, en parte, la omnipresencia de la indignación como emoción política predominante, especialmente en las redes sociales.
Funcionarios redentores
Durante la pandemia fuimos testigos del carácter redentor que asumieron los tomadores de decisiones. “Estamos salvando vidas”, decían, con la convicción de sacerdotes o pastores de una grey extraviada. Daba igual si lo que anunciaban eran restricciones inútiles y autoritarias o las fases del plan de vacunación.
Pues bien, lo que parecía una excepción parece haberse convertido en regla. Y así, vemos funcionarios que anuncian que los planes de gobierno se cumplirán “pase lo que pase”, que piden que solo “los dejen trabajar”, o que nos notifican que “la decisión sobre la política pública X ya está tomada” (duélale a quien le duela, parecen insinuar). Por eso, también, reciben las críticas como ataques: padecen del síndrome de genios incomprendidos o aún peor: de redentores colectivos que proclaman la verdad. Tampoco es casualidad que en el poder asuman el tono de predicadores del Edén y sus opositores el de profetas del Apocalipsis. Unos y otros parecen creer fervientemente que solo ellos y sus recetas nos pueden salvar.
La indignación incansable
Que la política se haya moralizado explica, en parte, la omnipresencia de la indignación como emoción política predominante, especialmente en las redes sociales, esos areópagos del mundo contemporáneo en el que todos hablan y casi nadie escucha, y en el que, por supuesto, siempre quedamos del lado correcto: el de los indignados y ofendidos.
Explica también el catastrofismo como recurso retórico de los políticos, tanto en campaña como en el gobierno. “Si no hacemos X (porque nunca es X, Y o Z), sucederá lo peor”. Y así, lo inconveniente o contraproducente –categorías modestas de la política– deviene en lo inaceptable que merece total repudio y más.
La política convertida en la pasarela de quienes creen que gobernar es demostrar que tienen la razón está degradando la vida cívica al convertir el debate público en un fatigante choque de intransigencias. Desmoralizar la política o repintar la línea divisoria de ambas debería ser un propósito colectivo. Es la única forma de que la política y los políticos queden reducidos a sus justas proporciones. O dicho de otro modo, que vivan y dejen vivir.
Iván Garzón Vallejo es profesor investigador senior en la Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo
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