La matanza de Casas Viejas

I. BREVE HISTORIA DE UNA FRUSTRACIÓN COLECTIVA

La agencia de noticias EFE, creada en 1938 por el régimen franquista y hoy más controlada que nunca por la Moncloa, a través de su delegación en Sevilla ha dado cuenta de la inminente publicación de una novela histórica obra de Ramón Pérez Montero, titulada “Tres días del 33”. El libro se refiere a la sublevación anarquista que se produjo en Casas Viejas, un pequeño pueblo situado a poca distancia de la histórica ciudad de Medina Sidonia, en 1933. En los años 30 del siglo pasado sus quinientos habitantes padecían la pobreza extrema. Eran campo abonado para sumarse al movimiento anarquista, que defendía la implantación del comunismo libertario mediante la violencia para la eliminación del capitalismo y de todos aquellos que consideraban cómplices del mismo, como la Iglesia y el Ejército.  Los anarquistas, fuertes sobre todo en Cataluña y Andalucía y otras zonas de España, hicieron su aparición con un sinfín de acciones terroristas a finales del siglo XIX. Entre sus atentados más notables destacan el asesinato en 1897 de Antonio Cánovas del Castillo, presidente del consejo de ministros, el lanzamiento en 1906 de una bomba contra Alfonso XIII, cuando en carroza descubierta se dirigía al Palacio Real, junto a la María Eugenia de Battenberg con la que acababa de contraer matrimonio en la Iglesia de San Jerónimo. Los reyes resultaron ilesos pero el atentado provocó la muerte de veinticinco personas y más de cien heridos. En 1911 otro anarquista asesinó al presidente del Gobierno, José Canalejas.  

El 14 de abril de 1931 cayó la Monarquía. Los anarquistas, desde un principio, fueron hostiles al nuevo régimen republicano. Y aunque fueron conscientes del entusiasmo que había despertado en la mayoría de la sociedad española la renuncia de Alfonso XIII a la Jefatura del Estado y la salida de España de toda la Familia Real, seguían considerando que nada les haría apartarse de su lucha contra el capitalismo. La matanza de Casas Viejas no fue un hecho aislado. Al mes de la proclamación de la República, la difusión interesada de un bulo sobre una conspiración monárquica para restablecer la Monarquía, desembocó en graves disturbios que el Gobierno imputó, sin citarlos, a los anarquistas enemigos de la República, pero también participaron militantes de partidos que, como el PSOE, formaban parte del ejecutivo. Entre el 10 y el 12 de mayo de 1931 las turbas se apoderaron de Madrid, ante la inhibición de las fuerzas de seguridad ordenada por el Gobierno, y comenzaron a quemar iglesias y conventos que causaron gravísimos destrozos con destrucción irreparable de archivos históricos, bibliotecas y obras de arte de valor incalculable. Por fortuna, no resulto asesinado ningún clérigo. Cuando el ministro del Interior, Miguel Maura, al comienzo de los vandálicos acontecimientos, que se extendieron a otras ciudades, solicitó autorización del Gobierno para movilizar a la Guardia Civil, Manuel Azaña, ministro de la Guerra, a quien ahora se rinde homenaje como el gran estadista de la República, dijo: “Todos los conventos de España no valen la uña de un republicano. Si sale la Guardia Civil yo dimito”. La mayoría del Gobierno lo apoyo, pero el 12 de mayo, no tuvieron más remedio que declarar el estado de guerra para impedir que en toda España ardieran conventos e iglesias. La Guardia Civil cumplió eficazmente su misión. Desde entonces, las izquierdas extremas estuvieron en permanente desafío a las fuerzas del orden. Entre ellas se encontraban el PSOE y la UGT, defensores de la Revolución Social, si bien mantenían distancias con los anarquistas dado que competían con ellos a la hora de convencer a los trabajadores para que se afiliaran al sindicato socialista.

Los partidos revolucionarios seguían teniendo su punto de mira a la Guardia Civil, cuya disolución reclamaban. El Gobierno no se atrevió a dar semejante paso, pero creó los Guardias de Asalto, un cuerpo policial que estuviera preparado para reprimir los disturbios sobre todo en las ciudades, al tiempo que no pudiera dudarse de su lealtad a la República. Antes de la matanza de Casas Viejas, se habían producido dos graves sucesos que contribuyeron a enfriar el entusiasmo con el que una gran parte de la sociedad española había recibido la caída de la monarquía.

En medio de una creciente agitación, la Agrupación Socialista de Badajoz organizó una huelga general. En el municipio de Castiblanco, la UGT convocó una manifestación que acabó con el linchamiento de cuatro guardias civiles, cuyos cadáveres fueron descuartizados. Esto ocurría el 31 de diciembre de 1931. Cinco días después, en la localidad riojana de Arnedo, al disolver una manifestación de huelguistas hubo un enfrentamiento con los guardias civiles que abrieron fuego y resultaron seis manifestantes muertos –entre ellos cuatro mujeres– y hubo treinta heridos. socialistas, anarquistas y sindicalistas exigían la disolución de la Guardia Civil. Y en medio de toda esta convulsión social, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista, creció de forma espectacular al alcanzar, en junio de 1932, un millón doscientos mil afiliados. Andalucía se convirtió en uno de los feudos del anarquismo. El nivel de pobreza extrema que padecían los jornaleros de las explotaciones agrarias en manos de terratenientes sin escrúpulos, afectaba a las zonas rurales andaluzas.

En 1933 era presidente de la República española Niceto Alcalá Zamora y presidente del Consejo de Ministros Manuel Azaña, líder de Acción Republicana Se trataba de un gobierno de concentración de la izquierda y el centro-izquierda. Entre los ministros estaban los socialistas Francisco Largo Caballero (Trabajo), Indalecio Prieto (Hacienda) y Fernando de los Ríos (Instrucción). Ambos organizarían en 1934 un golpe de estado revolucionario del PSOE contra el gobierno republicano. A pesar de esta composición heterogénea, Azaña consiguió sortear todas las dificultades hasta septiembre de 1933. Azaña no era marxista, sino un republicano exaltado. Intelectualmente era muy superior a la mayoría de los políticos del primer tercio del siglo XX. Además, era un brillante orador. Antes de la caída de la monarquía había creado Acción Republicana y su obsesión era derribar a Alfonso XIII. Conseguido este objetivo, Azaña consideraba que la revolución republicana tenía que “triturar” a los caciques y las redes caciquiles, pero sobre todo había que poner fin al “infecto clericalismo del Estado”. Y acabar con unos “institutos unos nacionales (el Ejército) y otros extranjeros (la Iglesia de Roma)” que tienen mediatizada la soberanía nacional. Azaña quería a su lado al sindicalismo de izquierdas, porque la revolución debía tener como sujeto a los “gruesos batallones populares”, que guiados por la inteligencia republicana deben aprestarse a realizar todas esas “destrucciones” irreparables. Pura palabrería. La principal preocupación de Azaña debió ser sacar a España de la pobreza. Hay un hecho irrefutable. Durante la dictadura de Primo de Rivera el crecimiento económico español fue muy elevado y además hubo paz social. Pero la obsesión revolucionaria de Azaña, que se plasmó en una Constitución de izquierdas generadora por sí misma de la inestabilidad social, fue un verdadero desastre agravando aún más las consecuencias de la crisis mundial de 1929. Claro es que no hubo en su gobierno ningún economista destacado. Basta con decir que ministro de Hacienda era el socialista vizcaíno Indalecio Prieto, de familia muy humilde, autodidacta pues comenzó su vida laboral como taquígrafo y posteriormente pasó a ser redactor del periódico bilbaíno “El Liberal”, del que acabó siendo director y propietario.

Azaña contó con el apoyo del PSOE, aunque la UGT agitaba también a los trabajadores protagonizando hechos violentos. Pero el gran beneficiario de la situación, para mal de España pues la anarquía no era la solución, fue la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista que encandilaba a los proletarios de todo tipo cuando les prometía la abolición del Estado, del capitalismo, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, e incluso la eliminación del dinero. Las relaciones de los anarquistas con los demás partidos de izquierda revolucionaria –como el PSOE y el PC- no eran precisamente cordiales, aunque defendieran prácticamente los mismos objetivos a largo plazo, pues el marxismo social-comunista abogaba por la implantación de la dictadura del proletariado con el fin de acabar con el Ejército, la Iglesia y el capitalismo, defendía la nacionalización de todos los medios de producción y la abolición de la propiedad privada, con el objetivo de construir una sociedad sin clases que culminaría, después de un periodo de transición, en la supresión del Estado. 

Así las cosas, los anarquistas convocaron la huelga general revolucionaria e indefinida que daría comienzo el 10 de enero. Hubo insurrecciones, con gran violencia, en diversas partes de España que fueron rápidamente sofocadas por el Gobierno. Los jornaleros de un pequeño pueblo gaditano –Casas Viejas–, perteneciente al municipio de Medina Sidonia, una histórica ciudad con tres mil años de existencia, se tomaron muy en serio la revolución. La sublevación no duró más que tres días, pero se saldó con una matanza en la que murieron 19 personas por una brutal actuación de los cuerpos de seguridad del Estado, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto. Esta última se había creado por el gobierno republicano en 1931 para tener un cuerpo policial leal al gobierno. Azaña en 1932 lo reorganizó y le dotó de medios para la represión sobre todo en las ciudades de cualquier alteración del orden. Llegó a tener 16.000 hombres. 

En la información sobre el libro “Tres días del 33” facilitada por EFE no se hace ninguna referencia a la responsabilidad del Gobierno, presidido por Azaña, cuyo ministro de la Gobernación era Santiago Casares Quiroga, un galleguista íntimo amigo del presidente. Como es sabido Azaña lleva fama de ser un gran estadista. El propio Sánchez hizo en 2019 un viaje a la localidad francesa de Montauban (Francia) donde está enterrado para depositar un ramo de flores y una bandera republicana en su tumba. Desde la Ley de la Memoria Democrática se resalta aún más su figura histórica. Lo cierto es que Azaña en 1931 contribuyó decisivamente a la aprobación de una Constitución que se utilizó como ariete revolucionario mediante el consenso de todas las fuerzas de izquierda. Su discurso sobre el artículo 26 en octubre de 1931 que daba vía libre al ataque frontal contra la Iglesia católica fue memorable y decisivo. En él sentenció que España había dejado de ser católica por lo que el laicismo había de imponerse con todas las consecuencias. Por el contrario, en 1978, fueron todas las fuerzas del arco parlamentario, de la derecha, del centro y de la izquierda, las que alcanzaron el consenso para crear un régimen plenamente democrático basado en la concordia y en la convivencia pacífica. Sánchez sueña con ser el Azaña del siglo XXI y aunque está años luz de su nivel intelectual le supera en cuanto a la utilización destructiva del poder. El líder mundial de la socialdemocracia desfasada, que tan admirador de Azaña se muestra, haría bien en recordar que éste llegó a decir que “en política la palabra y la acción van unidas”. Justo lo contrario de lo que practica donde la palabra de Sánchez en asuntos transcendentales nada tiene que ver con su acción.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

II. “TIROS A LA BARRIGA”, LA ORDEN QUE NUNCA SE DIO, PERO SE CUMPLIÓ

La agitación de España durante el segundo año de la República crecía en aumento. Las Navidades de 1932 fueron unas fiestas tristes. Hasta la Lotería Nacional se redujo a dos series de 35.000 billetes, 10.000 menos que en 1931. España tenía veintidós y medio millones de habitantes. Hoy asciende poco más de cuarenta y siete millones. Más del doble. En 2022, el Gordo de Navidad se componía de 180 series de 100.000 billetes cada una. Quizás este dato anecdótico ayude a comprender el grado de pobreza en que vivía España durante la II República. No es de extrañar que surgieran brotes revolucionarios como el que llevó a cabo el anarquismo a principios del año 1932. Y hay otro hecho histórico que se suele olvidar pero que estaba muy presente. En 1918 los bolcheviques comunistas, que se hicieron con el poder tras la Revolución de 1917, los zares de Rusia fueron asesinados. Y tras cinco años de guerra civil se creó en 1922 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) donde Lenin impuso el comunismo a sangre y fuego. La dictadura del proletariado, que predicaba el marxismo, no fue más que un régimen totalitario en el que Lenin ejerció el poder de una forma despótica. Todo esto tal solo había ocurrido diez años antes. Moscú se convirtió en la Jerusalén de la redención del proletariado de todo el mundo. Los anarquistas no compartían, como ya he dicho anteriormente, el pensamiento comunista. Pero sí tenían en común la voluntad de acabar con el capitalismo.                                                                                                                     

La matanza de Casas Viejas no fue un hecho aislado. Formó parte de una insurrección anarquista que venía fraguándose desde el otoño de 1932. El día 8 de enero de 1933 los anarquistas de la CNT llevaron a cabo acciones de violencia extrema en Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Alicante, Murcia y Andalucía. “Vamos hacia el comunismo libertario. Como un caballo encendido, la CNT avanza por el mapa de España. Es la hora de la revolución: los esclavos se levantan”. Así rezaba uno de los pasquines subversivos. 

El Gobierno consiguió controlar la situación. Pero el episodio más sangriento se produjo en Casas Viejas, un pequeño concejo de 2.000 habitantes perteneciente a Medina Sidonia en Cádiz. Por la tarde de 8 de enero la CNT los anarquistas toman el pueblo. La mayoría de la población vivía en la pobreza extrema y pasaba hambre. Las tierras pertenecían a unos pocos latifundistas. Cada mañana los jornaleros iban a la plaza del pueblo. Los que resultaban contratados, unos cien, recibían un salario de hambre. Los que no tenían esa fortuna volvían a casa sin nada que comer. El Ayuntamiento les daba una limosna de 1 peseta a los hombres solteros y 2 a los casados. Las izquierdas en el poder habían prometido el paraíso durante las elecciones. Consistía en que las 4.000 hectáreas de las 6.000 que tenía el pueblo y estaban yermas por la desidia de sus propietarios se repartirían entre los jornaleros. Esta promesa fue incumplida. Los 500 braceros del pueblo se dieron de baja en la UGT y se afiliaran a la CNT En esta situación límite, el 9 de enero, por la mañana, los revolucionarios fueron al Ayuntamiento y dijeron al alcalde que fuera a la Guardia Civil para comunicar que en el pueblo se había proclamado el comunismo libertario. La respuesta del sargento de la Benemérita, jefe del puesto, fue que defendería la República hasta morir. Los amotinados rodearon el cuartelillo. Cuando el sargento se asomó a una ventana le hicieron una descarga dejándolo mal herido al igual que otro de los guardias, que murieron poco después. Al mediodía, desde Medina Sidonia llegaron al pueblo doce guardias civiles para auxiliar a sus compañeros. A las cinco de la tarde, consiguieron entrar en Casas Viejas doce guardias de Asalto, el cuerpo de acrisolada lealtad a la República, con el fin de someter a los sublevados. Las fuerzas de Asalto consiguieron ocupar sin resistencia la Casa del Sindicato Único, que agrupaba en las pequeñas poblaciones a los militantes de todas las organizaciones sindicales de la izquierda, ocupado por los cabecillas de la sublevación. Solamente resistía un grupo de anarquistas encerrados en la casa de un vecino al que llamaban “Seisdedos”. Le acompañaban cinco parientes y amigos, dos mujeres y un joven de trece años. El teniente al mando de los guardias de Asalto quiso parlamentar con los sedicentes. A tal fin, uno de los guardias se acercó a la puerta de la choza, pero cuando estaba cerca una descarga lo derribó y rápidamente los sitiados se apoderaron de él para tenerlo como rehén. El teniente volvió a pedir desde una posición cercana que se rindieran, petición que fue respondida a tiros. Insistió enviando a un prisionero anarquista que tenía esposado, pero en tuvo la habilidad de entrar en la choza donde le serraron las esposas y se unió a sus compañeros.

A media noche llegaron refuerzos de Asalto, con ametralladoras y bombas de mano. Los encerrados, a pesar de que se lanzaron contra ellos bombas de mano que no surtieron efecto, continuaron disparando contra las fuerzas del orden. A las dos de la madrugada del día hizo aparición una compañía de Guardias de Asalto compuesta por noventa hombres, bajo el mando del capitán Manuel Rojas. Tomo posiciones alrededor de la choza y un delegado del gobernador civil de Cádiz le transmitió –según la confesión del propio capitán– que el ministro Casares Quiroga había ordenado que no hubiera prisioneros entre los revoltosos, sino “tiros a la barriga”. El capitán cumplió la orden. Poco después la choza se convirtió en una inmensa hoguera. Al comenzar el fuego la puerta se abrió y salieron una mujer y el niño de trece años, que fueron respetados. A las seis y media de la mañana se apagó el fuego. Fuera de la choza yacían los cadáveres de una mujer y un hombre. A su lado el guardia civil tomado como rehén. En el interior yacían “Seis dedos” y el resto de sus hombres. Pero la tragedia no había acabado. El capitán ordenó a sus hombres hacer una “razzia”. Sus hombres salieron a la caza de sindicalistas y poco después 12 hombres, sacados de sus casas a culatazos, atados con cuerdas llegaban a la choza. Unos fueron llevados delante del lugar en el que yacía el guardia civil muerto. El propio capitán Rojas confesó que se había puesto muy nervioso porque uno de los detenidos había mirado al guardia y luego a él y “no me pude contener de la insolencia, le disparé e inmediatamente dispararon todos y cayeron los que estaban allí mirando al guardia que estamos quemado. Luego hicieron lo mismo con dos hombres que también fueron llevados a ver al guardia civil calcinado. Ese mismo día, el ministro Casares Quiroga informó sobre las bajas en Casas Viejas de este modo: “Revoltosos: 18 o 19. Bajas de las fuerzas: un sargento de la Guardia Civil, grave; un guardia de Asalto, muerto, dos cabos y dos guardias de Asalto, heridos”. 

Cuando se supo en Madrid lo ocurrido, en el Parlamento hubo un gran revuelo. Se exigieron responsabilidades y se constituyó una Comisión de Investigación, paralela a la acción de la Justicia que se limitó a juzgar fundamentalmente a los mandos de la Guardia de Asalto. Uno de los dirigentes republicanos más respetados, Diego Martínez Barrios, gran maestro del Gran Oriente de la Masonería, que jugó un importante papel en la caída de la Monarquía y en la redacción de la Constitución, llegó a decir: “Hay algo peor que el que un régimen se pierda y es que caiga enloquecido, maldecido por la Historia, entre vergüenza, lágrimas y sangre”. La derecha exigió la dimisión del Gobierno. Pero Azaña se mostró impasible y superó la crisis, aunque su imagen quedó seriamente dañada viéndose obligado a dimitir en septiembre de 1933. Contó en los sucesos de Casas Viejas con el apoyo de los ministros socialistas Francisco Largo Caballero (Trabajo), Indalecio Prieto (Hacienda) y Fernando de los Ríos (Instrucción Pública y Bellas Artes), aunque ninguno de ellos era demócrata y sus posiciones estaban mucho más cerca de los anarquistas, si bien no podían consentir que los proletarios se fueran de la UGT para afiliarse a la CNT que a finales de 1932 ya contaba con un millón doscientos mil afiliados.

III. LA CAIDA DE MANUEL AZAÑA, EL “ESTADISTA” DE LA II REPÚBLICA.

El autor de “Tres días del 33”, en sus declaraciones a EFE, afirma que Azaña intentó ocultar los hechos de Casas Viejas, lo que finalmente le costó la dimisión. También dice que la huelga general de la CNT prevista para el 10 de enero con la intención de acabar con la República y proclamar el comunismo libertario, fue una rebelión que solo se llevó a cabo en Casas Viejas. No es exacto pues si las fuerzas de seguridad, sobre todo la Guardia de Asalto, hubieran actuado con cordura, no se hubiera producido la masacre y el episodio no habría merecido ni una línea en la historia de aquella revolución frustrada. Sorprende también que el autor considere que aquella rebelión era una muestra de que la República “contaba con enemigos por ambos extremos por el lado conservador y por el de los anarquistas y un sector de los socialistas”. Conviene recordar que las derechas, salvo casos aislados y de iniciativa personal, no participaron en la sublevación del general Sanjurjo en Sevilla, ex director general de la Guardia Civil, que se produjo el 10 de agosto de 1932 y duró veinticuatro horas sin producir ninguna víctima. La extrema derecha no existía en enero de 1933. La fundación de Falange Española por José Antonio Primo de Rivera se produjo en octubre de aquel año trágico. Por el contrario, la extrema izquierda –en la que en rigor hay que incluir a la UGT y al PSOE, aunque hubiera algunos sectores socialistas algo más moderados, pero que en modo renegaban de la ideología marxista de ambas formaciones- consideraban que la Constitución no satisfacía sus ansias revolucionarias. 

Azaña no cayó en septiembre por una conspiración de la extrema derecha y del anarquismo. Se vio obligado a dimitir porque su imagen, es cierto, había quedado seriamente dañada por la matanza de Casas Viejas. Pero lo fundamental fue su incapacidad para gobernar España y menos con un gobierno de concentración en el que eran sus socios los que conspiraban contra él o él desconfiaba de ellos.

Entre 1931 y 1933, Azaña todos los días escribía su diario. La transcripción íntegra de los correspondientes al periodo comprendido entre el 22 de julio de 1932 y el 23 de agosto de 1933 se publicó en 1997. Este es el motivo por el que podemos saber cuál fue la responsabilidad del Gobierno en la matanza de Casas Viejas, si bien Azaña en su diario parece no darle demasiada importancia a lo ocurrido. El día 8 de enero de 1933 anota que a las once de la mañana había recibido una llamada del ministro de la Gobernación, Casares Quiroga para decirle que “según todos los indicios, el movimiento anarquista que estamos esperando estallaría hoy, al caer la tarde”. Le describió con detalle lo que luego en efecto ocurrió. Azaña no se inmutó. A renglón seguido que después de enviar instrucciones a los generales de las divisiones (además de presidente era ministro de la Guerra) “me fui de paseo con Cipriano y Lola. Estuvimos en el puerto del León. Mucho frío. Viento duro, que me regenera los pulmones, después de tantos días de respirar aire viciado”. El 9 de enero relata: “He visitado al Presidente, para hablar de los sucesos de ayer. Quiere medidas enérgicas”. El día 11 de enero tiene una nueva conversación telefónica por la mañana con Casares: “…se me quejó una vez más de que la fuerza pública no procede con bastante energía. Se dejan matar, pero no pegan duro. Ejemplo en Sallent. No cumplen las instrucciones que el ministro les ha dado para destruir por la fuerza a los revoltosos. Contemporizan, tantean, aguantan los tiros y detienen a los que pueden”. Por la tarde, hubo Consejo desde las seis hasta las diez para deliberar sobre el movimiento anarquista. Casares expresó su malestar por la flojera policial y anunció su decisión de dimitir si no se actuaba con más dureza. Todos se le echaron encima y se hablaron de las medidas que debían adoptarse. Los socialistas Largo Caballero y Prieto “deseaban resoluciones inmediatas y enérgicas”. Por la noche habla con Casares “y me cuenta que casi toda la provincia de Cádiz está revuelta. Se han mandado muchos guardias, con órdenes muy recias. Espera acabarlo esta misma noche”. El día 13 de enero su diario se refiere por primera vez a la matanza. Casares “me contó la conclusión de la rebeldía en Casas Viejas, de Cádiz. Han hecho una carnicería, con bajas en los dos bandos”. Azaña no hace ningún comentario. Pero, aunque nada escribe en su diario, en la sesión del Congreso del día 2 de febrero se vio obligado a dar explicaciones: “En Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir… Ha sido una cosa inevitable, y yo quisiera saber quién sería el hombre que puesto en el ministerio de la Gobernación o en la Presidencia del Consejo hubiera encontrado otro procedimiento para que las cosas se deslizaran en Casas Viejas de distinta manera como se han deslizado”. Había que tener presente que “los sucesos ocurrieron al día siguiente de haber sido dominado el movimiento anarquista en Barcelona y de haber conseguido que la revolución no estallase, entre otros sitios, en Madrid y en Zaragoza”. Y justifica la dureza de Casas Viejas en que “si hubiera durado un día más, tendríamos inflamada toda la provincia de Cádiz. No hubo más remedio, para impedir males mayores, que reducir por la fuerza el levantamiento”. Los sublevados se proponían “producir una subversión social que no podía conducir más que al desorden, al caos y a la indisciplina, y al amparo de este desorden introducir otra vez en la vida política española un régimen que se presentara como el fiador de la paz y del orden social: este era el plan”. Azaña anunciaba que si llegan a triunfar los beneficiarios habrían sido los enemigos de la democracia. 

Sus palabras no convencieron. Para entonces ya se había publicado que la orden de Azaña había sido: “Ni heridos ni prisioneros. Tiros a la barriga”. Lo cierto es que la declaración del capitán Rojas sobre esta orden no fue corroborada por la comisión parlamentaria de investigación ni por el tribunal que le juzgo en junio de 1934, condenándolo a 21 años de reclusión por 14 delitos de homicidio.

Sin embargo, Azaña no pudo librarse de lo ocurrido en Casas Viejas. La agitación que no cesaba en toda España hizo que mucha gente, republicanos incluidos, consideraran que Azaña no sólo era impotente, sino que era el principal inductor de la anarquía imperante con sus normas orientadas a destruir la huella del pasado para implantar su concepto de la República, en el que sólo las izquierdas tenían su sitio. “La República es un régimen de combate” y “siendo un hombre de corazón duro, dispuesto a destruir cosas que se tenían por veneradas, soy quizá el español más tradicionalista que existe en España”, porque quería acabar con la falsa aplicación “del genio español”. “La República –dijo en Bilbao en abril de 1933– es mucho más que una Constitución, es mucho más que una estructura jurídica: la República es un valor moral, es una idea.” Y días después, el Consejo de Ministros publicó una nota en la que decía: “El Gobierno considera que el pueblo español desea que se acentúe el sentido izquierdista de la República.” Esa frase lo explica todo: Azaña no gobernaba para todo el pueblo español. Sólo para una de las dos Españas. Por eso no merece el título de estadista.

El día 9 de febrero escribe que los “enterados” dicen que iba a rugir la crisis porque “no todos los ministros estaban de acuerdo con el empleo de la fuerza para sofocar lo de Casas Viejas, y hasta apuntaban una discrepancia de los socialistas. La gente ve visiones”. Su irritación fue notable hasta el punto de que llegó a escribir: “Es difícil gobernar en España, donde el número de personas inteligentes es muy reducido”. O que “la futilidad de las gentes y los usos de portería son corrientes en los pasillos del Congreso”. Cuando su gobierno se tambaleaba”. El 1 de junio se siente acorralado por tanto por las Cortes como por la opinión pública y autoriza a Casares a amenazar a los periódicos con secuestrar la edición del día siguiente al haberse enterado de la publicación de una nota del diputado socialista García Hidalgo en la que le llamaba “histérico”. 

Pero la suerte estaba echada. La Ley de Confesiones Religiosa, dictada en desarrollo del artículo 26 de la Constitución, generó largos debates y puso de manifiesto el sectarismo del Gobierno de Azaña provocando un gran malestar en un país que, pese a lo que hubiera dicho Azaña, no había dejado de ser de católico. Se rechazaron todas las enmiendas de las oposiciones, como se llamaba a los grupos republicanos o no contrarios al Gobierno. La Ley establecía gravísimas injerencias en la organización y funcionamiento de la Iglesia con de inspección y control claramente totalitarias. Se consideraban de propiedad pública los templos de toda clase los palacios episcopales y casas rectorales, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico o de sus ministros. Se prohibía a la Iglesia crear y mantener centros de enseñanza, procediendo al cierre de los existentes. Incluso los seminarios serían sometidos a inspección estatal por si pudieran impartirse doctrinas atentatorias a la seguridad de la República. En enero de 1932 Azaña en aplicación directa de la Constitución había ordenado la disolución de la Compañía de Jesús, incautándose de todos sus bienes, por tener voto de obediencia al Papa, jefe de un Estado extranjero. 

Pero la legislación demagógica del conglomerado del Gobierno no tranquilizaba ni a sus propios componentes. La matanza de Casas Viejas seguía gravitando sobre Azaña. Su último diario es del 26 de agosto y en él atisba la proximidad del fin de su gobierno. Reprocha que los radicales de Alejando Lerroux estén cada vez más confundidos con las derechas, so pretexto de ensañar la República, cuando lo que hay que hacer es “luchar contra el enemigo común”. Por otra parte, los socialistas están divididos: “Romper la coalición, será un suicidio”. Largo Caballero defendía ya claramente la vía revolucionaria para implantar la dictadura del proletariado. Prieto era ardiente defensor de Azaña. Ignoraba que en su diario–lleno de comentarios despectivos sobre amigos y enemigos– le reprochaba como ministro de Hacienda haber provocado un conflicto con la Generalidad de Cataluña “en su prevención contra la autonomía catalana”, mientras “le parece muy bien su monstruoso concierto económico con Vizcaya”. 

A principios de septiembre, el Gobierno pierde clamorosamente las elecciones para vocales del Tribunal de Garantías Constitucionales. Había quince vocales que debían ser elegidos por los Ayuntamientos agrupados en otras tantas circunscripciones. La bomba estalló el 3 de septiembre cuando se supo que tan solo 5 de los 15 elegidos eran progubernamentales.  El día 6, a la vista de esta clamorosa derrota, Lerroux interpeló a Azaña y pidió su dimisión. Le llegó acusar de dictador. En su respuesta, Azaña dijo: “¿Yo, dictador?… “Solo un tonto puede soñar ser dictador en España”. Azaña pidió entonces un voto de confianza. 146 diputados se la otorgaron y 3 votaron en contra. El Congreso tenía 470 diputados. Fue una victoria pírrica. Tres días después, el presidente de la República forzó la dimisión de Azaña y nombró presidente a Lerroux. 

En las elecciones de celebradas el 19 de noviembre (primera vuelta) y el 3 de diciembre de 1933, se impusieron el centro-derecha (CEDA, 115) y los agrarios (Partido Agrario Español, 34) y el centro-izquierda (Radicales, 103). El PSOE obtuvo 56 diputados, el partido de Azaña y el PSOE tuvieron un gran descalabro. Tenía 115 diputados y pasó a 56. También Acción Republicana, de Azaña, que tenía 26 diputados descendió a 5. La CEDA debió ser llamado a formar gobierno al haber sido el más votado, pero los socialistas advirtieron al Presidente de la República que nombrar presidente del Gobierno a Gil Robles era “casus belli”. Los enemigos de la República no podían gobernar. Olvidaban que la CEDA acataba el régimen republicano y no tenía ninguna veleidad monárquica. Pero Alcalá Zamora se plegó y nombró al jefe de los radicales, Alejandro Lerroux. 

Desde el mismo momento en que comenzó a gobernar el Partido Radical, con el apoyo cedista, el PSOE y la UGT, a propuesta de Largo Caballero y Prieto, decidieron organizar una insurrección armada contra el nuevo Gobierno para proclamar la Revolución Social, lo que implicaba implantar la dictadura del proletariado y un régimen similar al comunista ruso. Después de un año de preparación paramilitar y de la introducción clandestina de armas, los socialistas esperaban el momento más propicio para lanzarse a la conquista del poder. El pretexto para dar la orden de sublevación lo proporcionó la remodelación que el 4 de octubre de 1934 Lerroux hizo de su gobierno para dar entrada a tres ministros de la CEDA. Uno de los nombrados fue Rafael Aizpún Santafé, jurista de reconocido prestigio, que desempeñó la cartera de Justicia.  ministro de Justicia. Este fue el pretexto para el alzamiento en armas de los socialistas. El día 5 la UGT declara la huelga general revolucionaria. Las milicias socialistas se enfrentan a las fuerzas de seguridad y al ejército en toda España. El 6 de octubre, el presidente de la Generalidad de Cataluña, Luis Companys, en un acto se soberanía, proclama el “Estat Català”, dentro de una inexistente República Federal Española. El Gobierno consigue sofocar la Revolución en dos o tres días, salvo en Asturias donde los revolucionarios se apoderaron del Principado y de la zona minera de León. La intervención del Ejército sofocó la sublevación. Oviedo quedó destruido. Hubo entre 1.500 y 2.000 muertos, según las cifras oficiales, y gran número de heridos. Murieron 100 guardias civiles, 19 miembros de las fuerzas de seguridad y vigilancia, 51 guardias de Asalto, 16 Carabineros y 98 militares. Esta fue la primera herencia del estadista Azaña. La segunda estaría por venir. 

Aparentemente apartado de la política activa, se dedicó a tratar de dar una respuesta electoral unitaria de todas las formaciones de izquierdas. A tal fin refundó su propio partido con el nombre de Izquierda Republicana y en enero de 1936 consiguió la formación del Frente Popular, una coalición electoral integrada por partidos revolucionarios, algunos de los cuales 87 años después forman parte del Gobierno de Sánchez como el PSOE, el PC y ERC, cuyo pensamiento ideológico sigue siendo el mismo. El Frente Popular llegó al poder después de un auténtico “pucherazo” al arrebatar fraudulentamente cincuenta escaños a las derechas, de lo que hay prueba irrefutable. Azaña fue nombrado presidente del Gobierno el 19 de febrero de 1936, cuando ni siquiera se había proclamado el resultado por las Juntas Provinciales del Censo. 

Azaña se vengó de su destitución de hecho por Alcalá Zamora en 1933 en abril de aquel mis de aquel mismo año acusó a Alcalá Zamora de haber violado la Constitución por haber convocado tres elecciones generales cuando aquella le facultaba solo para dos convocatorias.  El argumento era falso. La primera vez que disolvió las Cortes fue tras la aprobación de la Constitución que ponía fin al proceso constituyente y obligaba a convocar nuevas elecciones. Las otras disoluciones fueron en 1933 y en 1936.  Pero nadie movió un dedo por él y el 7 de abril la mayoría frente populista de la Cortes lo destituyó. El 10 de mayo de 1936 se elige Presidente de la República a Manuel Azaña. Tres meses después las dos Españas se enfrentaban en la guerra civil más destructiva de su historia. Azaña en 1939, cuando la derrota del bando republicano era inminente, sería el primero en saltar del barco con la indignación del presidente del Gobierno, el socialista Juan Negrín, cuando el 5 de febrero dos meses antes del fin de la contienda, cruzó la frontera francesa. En Francia, el 27 de febrero remitió al presidente de las Cortes su renuncia a la presidencia. Triste final de quien es celebrado actualmente como el mayor estadista español del siglo XX.

Jaime Ignacio del Burgo es Académico C. de la Real Academia de la Historia, Académico C. de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Académico C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, y fue el primer presidente de la Diputación de Navarra en democracia.

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