Punto de no retorno: El Estado Plurinacional boliviano

Originalmente publicado en Publico.bo.

Durante los diecisiete años de hegemonía del socialismo, en Bolivia hemos escuchado hasta el cansancio frases y clichés sobre la necesidad de refundación. Desde el argumentario sobre la urgencia por realizar una asamblea constituyente que sea “originaria y plenipotenciaria”, pasando por la supuesta “descolonización” del Estado, a la instauración del “nuevo proceso de cambio”, la narrativa dominante ha hecho hincapié en la idea de haber arribado a un nuevo ciclo histórico, a un punto de no retorno. Ello justificó la importación del concepto del Estado plurinacional. Vale entonces preguntarse, ¿a qué se reduce este polémico concepto?

El surgimiento del Estado plurinacional en Bolivia nació a partir de la Asamblea Constituyente convocada el 2006 por el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), presidido por Evo Morales. Este nuevo modelo de organización de la sociedad política boliviana se justificó como respuesta al resquebrajamiento del Estado, el cual había dado indicios de agotamiento a comienzos del 2000. A menos de una década de implementación de reformas para modernizar el Estado, lo que siguió fue un período de crisis y convulsión que ponía en evidencia que no había economía social de mercado, Estado de derecho o democracia de calidad. Desde el plano político, la transferencia de competencias de las corporaciones de desarrollo—contrapesos políticos regionales—a gobiernos municipales y prefecturas supuestamente descentralizadas, demostró que la estrategia de atomizar el poder y los recursos disponibles no fue suficiente. Es más, fue un fracaso dada la profundidad de la crisis económica y política que inmediatamente siguió.

Volver al proceso constituyente iniciado el 2006 explica no solo las grietas que han marcado la agenda política nacional a partir de entonces, cómo y por qué se han erigido dos modelos paralelos de Estado. ¿Cómo fue que se llegó a tan bizarra situación? La explicación más simple: la negación a reconocer la totalidad de fuerzas políticas vivas—en especial las del Oriente boliviano, la poca o nula adhesión a valores democráticos de sus principales actores y la sumisión a una agenda política en desmedro de la soberanía nacional. Solo basta referenciar la cantidad de atropellos jurídicos y procedimentales a lo largo del desarrollo de la Asamblea Constituyente como demostración. La más flagrante de todas: la violación a cumplir con el mandato del referéndum vinculante por autonomía en los departamentos donde éste tuviera mayoría. ¿Por qué la más flagrante? Porque como lo señalara el constitucionalista Juan Carlos Urenda, “el referéndum fue un acto de expresión de la voluntad individual de los ciudadanos”, obligando su tratamiento oportuno en el marco de la discusión sobre la nueva constitución. Por lo tanto, “se constituyó como un acto de manifestación de voluntad soberana de mayor cualidad democrática que la Asamblea Constituyente”. Los constituyentes socialistas incumplieron este mandato, produciendo un marco autonómico que nada tenía que ver con el cual la ciudadanía había refrendado, justificando su incumplimiento dado el carácter originario del proceso constituyente.

No está demás señalar la larga lista de violaciones formales y procedimentales al propio proceso constituyente. Entre éstas, la violación del reglamento de debate (evitando cualquier escenario donde se vean obligados a negociar con la oposición), la violación a los derechos de los constituyentes contestatarios al MAS (derivando convocatorias extemporáneas a sesionar en sitios no reconocidos oficialmente) y la violación a los derechos de la prensa (negando garantías para el acceso libre a las sesiones, tanto las legal como las ilegalmente convocadas. Todo ello resultó en un proceso constituyente donde reinó la ausencia de debate, la participación plena de sus asambleístas, la prohibición unilateral a tocar temas como el traslado de la sede de gobierno, el acceso a la información e incluso la seguridad de asambleístas opositores y de la prensa.

En medio de estos atropellos, las fuerzas sociales de los departamentos donde había ganado el Sí a la autonomía optaron por una alternativa ingeniosa: retirar el mandato depositado a la Asamblea Constituyente e ir por la resistencia ciudadana. Avalado por el tercer cabildo—denominado el Cabildo del Millón (se llamó así porque se realizaron cabildos simultáneos en las ciudades capitales de los departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija), la ciudadanía procedió a confiarle a las otrora prefecturas y a los prefectos electos por primera vez por voto popular, la elaboración de sus regímenes autonómicos, de sus estatutos. Estas nuevas autoridades electas estuvieron moral y constitucionalmente obligadas a iniciar sus propios procesos de autonomía departamental.

El acto de rebeldía y desobediencia civil de quienes levantaron la bandera de la autonomía ha sido una constante desde entonces, y ha garantizado que del nuevo ciclo histórico iniciado por el proceso constituyente se generaran dos proyectos de Estado. Ambos proyectos se produjeron y reprodujeron en base a sus propias definiciones competenciales, las mismas que han impuesto (o intentado imponer) limitaciones políticas el uno sobre el otro. Y si bien ambos fueron posibles gracias al proceso constituyente, es preciso señalar que ambos representan proyectos políticos diametralmente opuestos. Por un lado, el proyecto del Estado plurinacional se apoyó en las consignas de los movimientos sociales antisistema y anticapitalistas, financiados por el Socialismo del Siglo XXI desde Venezuela. Utilizando como bandera el indigenismo, la realidad ha demostrado que el Estado plurinacional ha sido igual o más centralista, vertical y déspota que cualquier otro modelo estatal autoritario en la historia de Bolivia. Esto sin siquiera mencionar los bochornosos casos de corrupción que han empañado la mayoría de sus proyectos fracasados y sin impacto social positivo (el desfalco de cerca de $ US 200 millones del Fondo Indígena, los negociados a manos de la expareja del expresidente Morales, Gabriela Zapata, los mismos que ascendieron a más de $ US 550 millones, la existencia de un Instituto de Reforma Agraria paralelo, creado para extorsionar a cientos de propietarios de tierras rurales y un largo etcétera).

Por otro lado, el proyecto del Estado de las autonomías departamentales se apoyó en la reconfiguración del contrapoder político regional. A lo largo del siglo XX, período en el cual adquirió forma, este contrapoder ha sido responsable de generar procesos de insubordinación política e ideológica, logrando arrancarle al Estado boliviano competencias económicas y políticas para conducir su propia agenda regional de desarrollo (el Comité de Obras Públicas revigorizado y la Corporación de Desarrollo de Santa Cruz son ejemplos). Este proceso de insubordinación explica cómo es que Santa Cruz pasó de ser uno de los departamentos más pobres al más próspero.

Durante la implementación de la autonomía en Santa Cruz, se realizó una inversión sin precedentes en desarrollo humano, disminuyendo en más de 35% la migración campo-ciudad y eliminando el trabajo infantil en zonas clave. Se mejoró los indicadores de acceso a los servicios básicos, universalizando el acceso a agua potable (96% de cobertura) y electrificación (98% de cobertura). Se apostó por la inversión en cultura—como nunca se había hecho antes—con infraestructura turística y cultural en provincias y con un programa departamental de arqueología. Se generaron políticas ambientales y agropecuarias verdaderamente revolucionarias—como la liberación de patentes de semillas, la creación de unidades de conservación y preservación natural, además de una inversión exponencial para los pueblos indígenas, hecha por indígenas, para indígenas. Sus políticas redistributivas no tienen parangón con ningún otro departamento del país, como en el caso del modelo 50-40-10 (50% de regalías de recursos renovables y no renovables para provincias productoras, 40% para las no productoras y el 10% para pueblos indígenas). Es más, el grado de transparencia en la gestión y distribución de estos fondos contrasta notoriamente con el desfalco del ya mencionado Fondo Indígena. No está demás señalar que el proyecto de Estado liderado por Santa Cruz es la única alternativa política viva que reivindica el Estado de derecho y la democracia, rescatando las bases del modelo de desarrollo cruceño.

Diecisiete años no han pasado en vano. Han sido más que suficientes para evidenciar qué discurso se sustenta en hechos. Desde la aprobación de la nueva constitución el 2009, el Estado plurinacional ha ido avanzando sistemáticamente para que el modelo estatal de las autonomías fracasase, generando normas jurídicas que evitan su efectiva implementación. Asimismo, ha intentado acabar con los resabios del Estado de derecho, descabezando a los gobernadores que no sean del partido de gobierno, persiguiendo a líderes opositores, desarticulando las instituciones y organizaciones de la sociedad civil que osaran la crítica (o creando organizaciones paralelas para deslegitimarlas) y feudalizando lo que queda de país. A eso se reduce el Estado plurinacional.

A pesar de este gris paisaje, mientras el Estado plurinacional erosiona los espacios de institucionalidad y del derecho, la ciudadanía rebelde ya no le tiene miedo al ataque o de su principal rival. Los ejercicios de desobediencia civil esparcen hoy el deseo, la vocación y la capacidad de profundización de nuevas oportunidades para la insubordinación política e ideológica, y, por ende, de resistencia. Solo basta visitar barrios, esquinas y rincones en Santa Cruz para sentirla.

La fuerza de esta ciudadanía activa y del proyecto político de sociedad que ésta representa se irradia con tal fuerza, que ni la más reciente arremetida contra la democracia—el secuestro del gobernador electo de Santa Cruz, Luís Fernando Camacho—ha doblegado su ánimo. Esperemos que esta resistencia viva y activa siga conduciéndonos hacia un punto de no retorno. Cuestionemos con rigor, la vacuidad del discurso y modelo del Estado plurinacional. Revisemos nuestra relación con el Estado boliviano y planteémonos qué proyecto de sociedad política queremos, rescatando así, lo que aún nos queda de libertad.

Ana Carola Traverso es socióloga y urbanista.

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