¿Qué insta al poder a dialogar?
La sola pregunta demuestra que el poder y el diálogo no estampan su firma en un documento si no lo preside la igualdad, y ello es así incluso cuando la escena muestra al fuerte junto al débil y a la razón yendo de un lado al otro, entre dudas sobre a quién declarar vencedor e incluso, por momentos, sobre si realmente lo hay. Es el instante de mayor agonismo, en los dos sentidos del término, para el fuerte, porque si bien ha marcado el contenido de la conversación ha aceptado no determinar previamente su curso: el ateniense constriñe al melio a hablar sólo sobre su salvación porque quiere legitimar ante él su aspiración a uncir el destino de aquél al suyo y justificar de paso el dominio que ejerce sobre quienes ya sojuzga; sin embargo, se dice dispuesto a dejarse convencer por el débil y aceptar su deseo de permanecer neutral si lo logra; y si algo pone al descubierto el diálogo durante buena parte del mismo es que al débil no le faltan razones para hacer justicia, sino únicamente fuerza.
Los melios aducen razones que avalan su posición por caminos de colorido tan vario cual la cola de un pavo real, desplegándolas con idéntica pompa. Y valiéndose de subterfugios en algún caso, cuyo recorrido es interceptado de golpe por la sagacidad del fuerte, que en materia de razones o en capacidad de exponerlas tiene tan poco que envidiar a su oponente como para no requerir del uso de las armas. Así, recurre al interés en lugar de a la justicia cuando el fuerte la confina a legislar entre iguales, pero intenta disfrazar el interés con el derecho; apela al contexto a fin de diferenciar sus pretensiones de las de los dominados, a las diferentes relaciones entre su debilidad y la ya vencida frente a la fuerza; a la historia o a la etnia al objeto de multiplicar la suya frente al poderoso; a la divinidad, con la que pretende atemorizar al rival; a la dignidad de vivir en libertad frente a la no vida de los esclavos, etc.
Todas los bastiones de la muralla argumental puesta en pie por el deseo de neutralidad en su defensa ceden uno tras otro ante el empuje inclemente del poderoso, apostado tras su empeño en mantener su imperio y decidido a hacerlo valiéndose de todos los medios, a comenzar por la afirmación de una nueva moralidad que subvierte la antigua y diferencia más aún que la ausencia de normas comunes las relaciones estatales externas de las internas. Es la nueva moralidad que, como dije, proclama en su sabiduría fáctica que la justicia sólo existe para los iguales; o bien que rechaza el pacto con el débil por subversivo del statu quo, esto es, de la potencia del fuerte. Por ello, cuando los melios creen aferrarse a la lógica y preguntan a sus interlocutores si no les preferirían como neutrales en vez de como aliados a uno de los bandos en conflicto, espartanos y atenienses, estos rugen con un No que les devuelve a la realidad: “no porque vuestra enemistad no nos perjudica tanto como vuestra amistad”; la tesis se acompaña de la explicación: “porque para los pueblos que están bajo nuestro dominio sería una prueba manifiesta de debilidad, mientras que vuestro odio se interpretaría como una prueba de nuestra fuerza”.
En efecto, el fuerte sabe que sus sometidos contemplan la escena y que sabrán aprender de los hechos: si cede a la pretensión melia de neutralidad, aquéllos o se verán a sí mismos como cobardes o verán a su amo menos fuerte de cuanto pensaban, y en ambos casos la estabilidad del imperio peligrará.
Es también la nueva moralidad antigua, la resurrección de la moralidad heroica que, precediendo en ello a los calvinistas, rescatan de la piedad más el éxito que la justicia demostrando con él quién es el favorito de los dioses, si el fuerte o el débil. Un argumento fatal brota aquí del argumentario ateniense, que al identificar ley divina y ley natural y plasmar en el más fuerte la encarnación humana de la misma envuelve en un aura trágica la debilidad de los melios al privarla de toda moralidad intrínseca. Los melios son ahora otra encarnación, la de los perdedores, y no les cabe ya queja alguna, disculpa alguna, conmiseración alguna, ante unos atenienses “convencidos de que tanto vosotros como cualquier otro pueblo haríais lo mismo de encontraros en la misma situación de poder que nosotros”. La legitimidad de toda pretensión de justicia aducida por el débil por serlo queda arrumbada por el argumento que lo culpabiliza de no haber sabido estar en la situación adecuada en el momento adecuado para personificar la ley natural que corona al más fuerte con el favor de la divinidad.
Una tragedia la anterior que se vuelve barroca cuando la nueva moralidad del fuerte se vuelve a enseñorear de la relación al lucir las galas de su racionalidad frente a la puesta en juego por su adversario. La razón ateniense deshace la fuerza que el débil melio había extraído de la etnia, del auxilio inmanente que Esparta debía a su antigua colonia, mostrándole cómo era el Estado cuya voluntad más pendía de su propio interés y que en este caso dejaría correr su suerte a los melios antes que jugar con la propia supervivencia enfrentándose a los atenienses por ellos. No hay ideología que no sea títere del interés a la hora de mover a un Estado en determinada dirección. Rohan, milenios después, aquí sólo pondrá la fórmula que sintetizaría un hecho multiplicado.
Lo peor para el débil, con todo, había llegado un poco antes, cuando la racionalidad del ateniense había hecho sangre en la del melio infligiéndole el golpe terrible que la desnaturalizaría. Los melios apostrofan a su conciencia al indicar que sería “gran vileza y cobardía” rendirse a la esclavitud siendo libres y los atenienses les responderán en su nombre señalando que sería más locura pretender resistirles con sus menguadas fuerzas, tan en desventaja frente a las suyas que no hay destino ni ejemplo en grado de emparejar. Y cuando los melios, en desesperado intento, les recuerdan casos históricos en los que el azar inclinó la balanza del lado débil, los atenienses finalmente sentencian: guardaos de vuestras esperanzas, que el deseo vuelve fuertes y los hechos falsas, uniendo la ruina a la desesperación; pero no sólo dicen eso, sino algo inmensamente más decisivo: “Vosotros, que sois débiles y os jugáis vuestro destino a una sola carta, no queráis pasar por esta experiencia; no queráis asemejaros al gran número de aquellos que, pudiendo salvarse por medios humanos, cuando en una situación crítica las esperanzas les abandonan buscan apoyo en ilusiones oscuras, tales como la adivinación, los oráculos y todas aquellas prácticas que afligen a los hombres junto con las esperanzas”. La derrota final de los melios queda prefigurada en esta autodestrucción de su razón al arrojarse de bruces sobre las diversas formas usadas por la superstición para seducir su libertad por medio de vanas esperanzas.
Así pues, lo que el diálogo muestra en primer lugar es que no todos los actores de la escena internacional poseen capacidad para dialogar, y que los débiles deben perseguir el ideal de la igualdad, no para imponer sus intereses, sino para no ser esclavos y defender los de otros. Durante tan sinuoso trayecto habrán de aprender a aceptar la subversión de valores imperante en dicha escena y el cambio de visión del mundo, dioses incluidos, vale decir, la tecnificación completa de su racionalidad, e incluso que quizá el azar les asigne a su tiempo el papel de fuertes e impidan a otros débiles pronunciarse ante ellos, hecho que quizá les emplace en el inicio de un nuevo ciclo.
En segundo lugar, lo que el diálogo de suyo muestra es, junto a la natural jerarquía de la anarquía jurídica aludida, la condición conflictiva de dicha jerarquía y que a él mismo lo divide en dos: sin diálogo, será un mundo donde el débil hará de alfombra a disposición del fuerte. Con diálogo, la igualdad habrá sido alcanzada, todos los actores hablarán y… se combatirán, por cuanto el diálogo no necesariamente elimina el conflicto. El diálogo aprende finalmente que él no existiría sin la jerarquía conflictiva en la que se da y a la que en cierto modo, siempre provisional, regula.
Por último, la igualdad perfecta, de consagrarse, entrañaría el fin del diálogo y por lo tanto el del conflicto; mas se trata de una correlación que no se puede suprimir sin, al tiempo, suprimir la justicia, dado que el orden nuevo que surgiría sería el impuesto por el actor triunfante y eso, harto probablemente, implicaría el dominio universal del único fuerte sobre el único débil. El tirano no ya tiene ni a quién enfrentarse ni por qué dialogar.
Hemos visto que al poder le insta a dialogar saber que no dialoga, sino que se impone naturalmente, y que sólo cuando su imperial vanidad le puede acepta igualarse al débil en aras de legitimarse ante él, pero luego de haber dictado la agenda con el monotema de la salvación ajena que, en el fondo, no es sino una función más de la prioritaria salvación del imperio. Disputar le daba ocasión de justificar por qué se ve obligado, en aras de dicho fin, a subvertir algunos valores morales sagrados de la vida comunitaria, como la amistad, mas también a exhibir la superioridad técnica de su racionalidad frente a la de la víctima, al fin engullida por las arenas movedizas de la superstición.
Ahora bien, ¿es la situación descrita la única en la que el poder dialoga? En realidad, el poder también tiene intereses en hacerlo e incluso necesidad, aun cuando el diálogo entre el fuerte y el débil no las exponga (las da a entender para el débil al señalar en el techo de la igualdad la morada de la justicia, una invitación forzada a sus diversos exponentes a reequilibrar el statu quo a fin de acceder a la igualdad si desean, al menos, ser peones de relieve en el mapa internacional). Tucídides se hace eco de tales motivaciones en su obra, mas hoy es lo primero que se observa en la cartografía internacional, que ha multiplicado a los actores y sus poderes en relación con los antiguos. Empero, a pesar de ocupar con normas jurídicas numerosos de los antiguos campos de batalla, aún mantiene suspensa la espada de Damocles de la guerra sobre la totalidad de las cabezas que pueblan la tierra y con ella la sagrada amenaza de peligros antaño inimaginables para sus habitantes.
Y hay otras ocasiones en las que una potencia media se ve impedida de dialogar incluso en condiciones de superioridad porque surge una fuerza mayor que la pone en manos de otra quizá hoy más débil, aunque en la práctica sean casi iguales. Y esa fuerza mayor desnivela la igualdad a favor de la menos igual como si de una megapotencia se tratara. ¿Qué milagro se contiene en una situación en la que el azar es más fuerte que el derecho, la injusticia cambia de bando y el menos débil es desplazado del podio por su antagonista?
El milagro es simplemente la suspensión transitoria de las leyes naturales, que ha situado estrambóticamente a un personaje cuya ambición supera de largo sus capacidades, el perfecto idiota, no en el lugar que realmente merece (empleado en la sección de trajes para caballeros de El Corte Inglés, por ejemplo), sino en el vértice de la pirámide política: allí donde es amenaza máxima para su país tras perder un móvil en el bolsillo de un tahúr marroquí que desde entonces lo soborna a su antojo.
Ciertamente, también en esa situación cabría dialogar… si el contenido del móvil diera su permiso o quien lo perdió no tuviera el valor de los cobardes y denunciase la pérdida o reconociera su gravedad y se aprestara a ponerle remedio, empezando por su dimisión. Ello significaría sumar un segundo milagro al primero para enmendarlo: que Su Persona se considerase inferior a la suma de sus paisanos. Cabía otra alternativa: que quienes le acompañan en el Consejo de ministros hubieran oído hablar alguna vez de dignidad como algo distinto de arma arrojadiza contra el enemigo, esto es, la oposición, se interesaran por ese sutil objeto llamado España que tanto parece preocuparles, aun para quebrantarla, y alguien le hubiera precedido en eso de dimitir predicando con el ejemplo. En tales circunstancias sería factible igualar el poder de un captor que por sí nunca renunciará a su presa, vale decir, separar la suerte a correr por Su Persona de la de sus conciudadanos.
Sin eso, nada que dialogar entre los contendientes, pues quien tiene de rehén al Presidente tiene de rehén al país, como bien saben ambos sujetos fallidos, cuyos intereses acaban aunándose torticeramente. Con todo, sí cabe recordar, en palabras de Antonio Robles, que “quien a hierro mata, a votos muere”, y que la vida pública democrática empieza a ser un mecanismo inerte entre dos convocatorias a las urnas.