Tácito y la codicia del poder. La hija de Sejano  

Para José Varela Ortega, el maestro del que leyendo su Historia se aprende vida (Publicado originalmente en El Imparcial el 30 de Diciembre de 2023)

Las guerras civiles han triunfado finalmente sobre el devenir de Roma unificando historia y política en el vértice de la tiranía, esa nueva tierra desconocida que el poder extrae de la cantera de su naturaleza y en la que, concentrando la fuerza en un individuo, cree haber accedido al punto de apoyo desde el que la palanca del arbitrio moverá el mundo.

Cuando, alcanzado su acmé, el poder echa una mirada retrospectiva sobre el pasado a fin de sondear su recorrido hasta allí, pronto descubre que en el origen de Roma hubo una forma política que aspira a ser su modelo, si bien la sucesión de cuatro reyes ejerciendo un poder limitado pronto le descubre que sólo en el quinto reconoce cierto pedigrí.

Cuando acto seguido escruta la reacción de la ciudadanía romana al objeto de zanjar por siempre la reproducción de otro Tarquinio, prohibiendo hasta el nombre y, sobre todo, recreando la estirpe política con la fundación de una República, con una mueca sardónica se mofa de la tosca credulidad de quien considera que organizar y refrenar el poder repartiéndolo entre varios sujetos y enaltecer la libertad basta para hacerle abdicar del fin último que anima su proyecto social: convertir sus fines en sus medios alterando sus significados.

La labor de zapa del poder prosigue impertérrita a pesar del cambio de sujeto político, de la calidad de los nombres que lo ejercen, de su ilustre genealogía, del amplio número de iguales rescatados del anonimato donde antaño escondieran su réproba condición o su mísera existencia, de las instituciones que paso a paso abrazan a los antiguos enemigos; con el propósito de desbastar la figura de su perfección se vale de cualquier medio, virtud incluida, de la grandeza que supuestamente le otorgara según un tal Polibio el gobierno mixto, de la ley que protege a los ciudadanos de las asechanzas de los poderosos, etc., como se vale asimismo de la fuerza. 

Y justo por esto la tiranía reconoce su rastro en las guerras civiles escenificadas en la planicie republicana, esas obras supremas del arte político en las que la Roma deificada se resuelve en bandos hostiles entre sí, que renegaron de las virtudes con que labraron un sitial en el Olimpo celosos por colmar sus apetitos más primarios de codicia y ambición; guerras que santifican el origen como destino, la historia como naturaleza por obras supremas del arte poético (¡palabra de Horacio!), al convocar a la ancestral sangre de Remo en la de sus descendientes como sacerdotisa del sacrificio de la Roma ideal. Las infinitas guerras acaban condensándose en una única guerra civil y ésta en un único vencedor, de cuya cabeza la tiranía surgirá más pronto que tarde configurada casi cual la Atenea emergida de la de Zeus. El primer nombre en imprimirle forma será el de Tiberio.

El poder convertido en tiranía es el poder a la altura de su concepto, que en gran medida se despega de todo el pasado –por ello Augusto no fue tirano– pese a servirse de él, pero que altera, o lo intenta, a voluntad, ya sea retorciendo el contenido bajo la, ahora, cáscara vacía del antiguo nombre, o bien inyectando en la escena política el brebaje de la novedad, la alquimia que convierte en hechiceros a muchos de sus usuarios y en poderosos, aun sin pedigrí, a quienes el hechizo procura éxito. Ese poder es, pues, un régimen.

Con Tiberio ya tirano, mas aún no imperator, la política se precipita por la pendiente de la corrupción y se introduce en escenarios desconocidos y barrocos que aceleran su metamorfosis y simplifican su naturaleza al tiempo que complican su ejercicio; la tiranía parece apuntar a un único actor, pero, en realidad, a su paso aumenta insensiblemente la cohorte de seguidores esparcida por nuevos o renovados ámbitos. Es la hora, por ejemplo, de aduladores, acusadores y delatores, genuinas clases sociales encaramadas a la torre de la corrupción y que engordan con su vecindad al poder. Su frenesí es tal que su actividad los vuelve más papistas que el papa y promueven que, ante ellos, el propio emperador –la ambición en su máxima esperanza– se dé al lujo de aparentar moderación y legalidad. 

Los primeros, al propasarse indecorosamente en su cometido, conforman la platea donde Tiberio escenifica el virtuosismo de su arte de la simulación, difícil de paragonar; el iter socialmente mortal de la acusación, de su parte, genera delación y con ella la desconfianza que paraliza a la sociedad, quehacer que a sus portavoces convierte no raramente en alguaciles alguacilados: voceros de la corrupción como emperatriz de Roma, depositan el derecho y la libertad en manos de los delatores; de ahí, por cierto, cabe calibrar el vasallaje al que los últimos someten la justicia cuando el emperador –coronado por la lex maiestatis juez supremo del proceso judicial– no está presente en el juicio. Cuando, así, la corrupción ha devenido sistema, cuando el denunciante es a la vez denunciado, el vínculo social se ha roto y todo es posible: la muerte llegará, inesperada, para todo aquél que ha sido honesto, pero ya también para quien lo denuncia siendo deshonesto.

Simular por simular, uno de los pocos en rivalizar con el amo del poder es Sejano, quien, además, aspira a acaparar el título, y no sin razón dado que sus engaños han conseguido embelesar al maestro en ellos. La tiranía no sólo ha traído al tirano que manda, sino que despertando al tirano en los muchos que anhelan mando suscita una auténtica competición agonística por el poder. Sejano, quien considera a Tiberio un impostor, se adelantará en varias cabezas al resto de los aspirantes antes de ver cómo su ambición le lleva a perder la suya.

Disimulando sus intenciones en su capacidad de “ocultarse a sí mismo” y de “acusar a los otros”; hecho por igual para la adulación y la soberbia, combinaba el “afectado recato” externo con la “ambición por el máximo poder” interna: fin para el que se servía a veces “de la prodigalidad y del fasto” y, las más, “de la industria y de la vigilancia”: “no menos dañinas cuando se fingen por apetencia de reinar”, nos dice Tácito de él. Cualidades así, combinadas con las prácticas adecuadas, entre ellas la de seducir a la nuera y asesinar al hijo de su dueño, o bien la de tratar con desprecio al Senado –el reino de la adulación, es decir, su propia muerte– a la manera de tantos otros antes y después, pues “su arrogancia se había acrecentado al contemplar aquel vil servilismo al aire libre”, aproximaban a Sejano a preservar la dinastía que habitaba en la mente del amo cambiando de sucesor. Ello, naturalmente, si Tiberio mismo no caía antes en alguna de sus celadas.

A lomos de su ambición ascendió en la escala política demasiado alto y demasiado rápido como para no despertar odios que se renovaban al aumentar perjudicados o envidiosos. Y él, asediado por su delirio, no percibe que conspirando contra todo por el poder absoluto conspira contra sí mismo; cada vez se le rehúye más y la ciudad se convierte en un desierto a su paso. Se huye, pero al final hay reacciones, entre los “temeroso[s] precisamente por haberse asustado”. Se preguntan ateridos de miedo por su destino y ya Tiberio empieza a entrar en esa danza pronto macabra. 

Un error de principiante le ha impedido advertir que la fortuna cambia de bando, que quien juega con vidas ajenas para dorar la propia es un muerto viviente cuya historia, sin él saberlo, ha escrito ya su testamento, y que “los demás, al que sirvieron con su deshonra, lo persiguen con el crimen”: triste, cruel herencia fomentar el cambio de la servidumbre en venganza por parte de quienes codiciaban poder (y riquezas) contra aquél que tanto lo ambicionó. Y más triste y cruel aún el deshonor de su muerte, pues, según cuenta Dión Casio, luego de ser estrangulado, fue arrojado por las Gemonías –la escalera del oprobio por la que se lanzaría a sus hijos al poco–, y su cadáver pasto de la plebe por tres días.

La vida, empero, terminó por ser amable con él, pues consintió su ejecución sin presenciar la escena, macabra por excelencia, que ensangrienta toda conciencia que recorra los Anales.

Escribe Tácito: “[…] Se llevó a la cárcel al hijo [otro había sido ejecutado antes], que comprendía lo que les amenazaba, y a la niña, inocente hasta tal punto que preguntó repetidamente por qué delito y a dónde se la arrastraba; decía que ya no lo volvería a hacer y a que se la podía castigar con el azote de los niños. Cuentan los historiadores de la época que, como se consideraba inaudito que una doncella sufriera la pena capital, el verdugo la violó al tiempo que le ponía la cuerda…].

La violación total de la inocencia, la inmisericorde humillación de la culpa, la humanidad puesta en duda por tamaña gesta del mal en esa breve mas conspicua tragedia nos eximen profundizar un análisis cuyo simple intento destruye por dentro el dolor y amenaza de locura a la mente con sólo nombrarla.

Toda esa destrucción de vida y de vidas que deja tras de sí la estela de la ambición cuando el ambicioso encarna en el psicópata travestido de político es lo que la justicia jamás debería dejar impune, ni la conciencia permitir jamás que se abrase en el olvido: cuando el sueño del poder produce monstruos, forzoso es el castigo de una muerte catártica, aunque sólo sea para evitar que el horror otorgue a los justos que aún queden licencia para la venganza.

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