Tucídides en Corcira: la guerra civil universal

La guerra del Peloponeso entre las dos potencias de la Hélade, Esparta y Atenas, ya había comenzado y se extendía por todo el territorio heleno, convirtiéndose de hecho en una guerra civil general de toda Grecia. La guerra ya había hecho vivir al horror grandes días de gloria, pero todo quedó pequeño comparado con lo que se vivió en Corcira cuando las dos potencias citadas luchaban entre sí cada una desde un bando local: el popular, junto a los atenienses, y el aristocrático junto a los espartanos. Por lo que allí se vivió y por lo que luego influyó Corcira es hoy compendio del espanto más allá de la imaginación y síntesis de todas las guerras civiles coetáneas y ulteriores. Difícil hallar una sola sin hechos que no lleven su nombre.

¿Qué buscaba la muerte en Corcira? 

Esto: retar una victoria, reabrir las puertas de un remoto jardín de felicidad, celebrar las exequias del género humano: los tres dioses en uno. O sea: escenificar la gloria del mal.

A la muerte le duró poco fingir indiferencia ante los hechos, aun cuando el mal templaba sus músculos con un inocente déjà-vu. En la guerra entre atenienses y espartanos las escaramuzas entre bandos eran más norma que excepción, y que se resolvieran en baños de sangre no se salía de la norma. Que los puñales volvieran a relucir en las convulsiones subsecuentes y se volvieran a teñir de sangre no suponía un mayor trabajo para la muerte, ni los nuevos y más graves episodios que desde el alma humana bajaban a contender en la arena social tampoco harán de Corcira un lugar especial en Grecia, etc.

Las novedades –la promesa de los dos partidos de manumitir a los esclavos si acudían en su ayuda, cerrada con clara victoria para la facción popular; la entrada de mujeres en liza, que redoblaron su fogosidad– enardecieron el ánimo de la muerte al sumar a su culto adeptos antaño ocasionales y desde luego no excitaron la monotonía con la que el mal campeaba por la ciudad. Ni tras la aristocrática barrera de fuego en la que perecieron de repente casas y bienes se adivinaron más sombras que las proyectadas por los perdedores a fin de proteger con el fuego su vida, esto es, el fantasma del hobbesiano miedo a una muerte violenta agitado por la facción aristocrática.

Los acontecimientos subsiguientes no sacaron al mal de su dorado letargo, pues en ningún instante percibió cambios radicales en su naturaleza, pero la muerte sufrió sacudidas en su inerte impavidez luego de observar cómo la venganza alteraba con sus deseos símbolos sagrados de la civilización griega, la protección al suplicante in primis. El traslado forzoso desde el templo de Hera a la isla de enfrente de los cuatrocientos que en él habían tomado asiento presagiaba el crimen atroz más tarde perpetrado contra ellos, echando por tierra la ocasión que el azar brindaba a ambos bandos de recomponer la unidad por medio de la paz. A partir de ahí la suerte estaba echada y el destino de Corcira guiaría a la ciudad hasta la guerra civil con idéntica necesidad a como –Horacio dixit– el asesinato de Remo por su hermano conduciría el de Roma. La muerte, que vio partir las naves espartanas y arribar las atenienses, empezó a contar mentalmente a los muertos y el número la azoró.

El temor, la venganza, la envidia, la codicia o el resentimiento aumentaron el monto de muertos y hasta innovaron las formas de muerte. La costumbre del crimen hubo de reordenar su espacio y acomodar en su seno otra especie de enemigos: esos ciudadanos acaudalados a quienes los pobres acusaban de querer rematar la democracia al objeto de no saldar sus deudas con ellos, la categoría añadida a la de los suplicantes.

Tucídides lo expresa con palabras que inmolan la esperanza: “La muerte se presentó en todas sus formas y, como suele ocurrir en tales circunstancias, no hubo exceso que no se cometiera y se llegó más allá todavía”. La muerte, pues, perdía su inocencia cuando los hechos despertaban al mal de su inveterada placidez. Ahora bien, ¿cuál es el rostro de la tragedia aquí delineada, esto es, qué hay “más allá” del “exceso” total? Así proseguía Tucídides: “los padres asesinaron a sus hijos, los suplicantes fueron arrancados de los templos y asesinados en sus inmediaciones”, etc. ¿Es ese el “más allá” aludido? En tanto ejemplos de “crueldad” parecen, sin duda, insuperables, pero en tal caso la afirmación sería sólo un truco retórico más, empleado para identificar lo anómalo con lo nuevo. ¿O sí hay un más allá?

Impensables manifestaciones de truculencia germinaron al calor de la guerra, renovando los paisajes del mal; ya desde el inicio, cierto, las acciones se poblaron de crueldad, pero había una coartada contra la desesperación; la guerra civil de Corcira, en efecto, fue de las primeras en estallar y la novedad está pertrechada para deslumbrar con su resplandor. Lo inaudito sobrevino al generalizarse: las demás ciudades ya conocían lo sucedido “en otros sitios”, por lo que “fueron mucho más lejos en la concepción de novedades, tanto por el ingenio de las iniciativas como por lo inaudito de las represalias”. La barbarie se presentaba finalmente a cara descubierta en la guerra de griegos contra griegos, y demostraba que lo que no había conseguido con ellos la política, esto es, la formación de un Estado, sí quedaba a merced de la crueldad: juntarlos en una nación de odio en la que ninguno cedía ante otro en entusiasmo por demostrarlo.

La guerra civil trajo consigo una competición del mal en la que no había grandes ni pequeños y todos partían como victoriosos por el hecho de participar. El ingenio llegó incluso a la creación de un lenguaje desconocido que, sin embargo, todos entendían pese a resignificar las palabras; constan ahora como proezas del habla, entre muchas otras, las siguientes: “La audacia reflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad al partido; la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada; la moderación, máscara para encubrir la falta de valentía y la inteligencia capaz de entenderlo todo incapacidad total para la acción (…)”. Reinventar las palabas conllevó la valoración de las acciones y de sus protagonistas, así como la creación de nuevos dioses que exigieron un culto absoluto y atroz; su resultado, la alteración radical de las leyes naturales de la sociedad. 

He aquí algunos ejemplos: “era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal, e igualmente lo era el que impulsaba a ejecutar el mal a quien no tenía intención de hacerlo. Más aún, los vínculos de sangre llegaron a ser más débiles que los de partido…”. Y, en esa tesitura, se pacta cuando no se puede vencer y se viola el pacto cuando se cree que sí, y complace romperlo porque a la venganza se añade la humillación del antagonista.

¿Cómo se ha llegado a situación semejante, qué retrotrae a la sociedad al deletéreo estado de naturaleza, y con qué consecuencias?

La primera cuestión tiene dos respuestas o, si se prefiere, dos culpables; la guerra, por un lado, pues es obra suya llevar directamente la efigie de la muerte ante los ojos del sujeto y constatar la demolición súbita del tesoro de bienestar material, seguridad psicológica y garantías políticas con que había construido su existencia y apuntalado su felicidad.

La segunda, más demoledora aún, señala a “los jefes de los partidos”, que sólo veían el poder porque miraban únicamente a través de las lentes de “la codicia y la ambición”, lo que reducía su humanidad a “fanatismo”: el instrumento que canceló sus diferencias de ideología y unificó los procedimientos, objetivos y valores con que competían por el poder; y en la refriega daba igual si eran demócratas o aristócratas, pues, homologables perfectamente entre sí, cada uno valía el otro.

¿Quiénes eran tan anacrónicos cíclopes? Responde el magno historiador: “los espíritus más mediocres [que] triunfaban las más de las veces porque, por miedo a su propia limitación y a la inteligencia de los contrarios, temiendo a la vez resultar inferiores en los debates y ser superados en la iniciativa de las estratagemas por la mayor sutileza de ingenio del enemigo, se lanzaban audazmente a la acción. Los otros, en cambio, arrogantemente confiados en que iban a prever a tiempo un posible ataque y no considerando necesario alcanzar con la acción lo que era posible asegurar con el ingenio, quedaban indefensos y eran destruidos fácilmente”.

Tales “espíritus mediocres” habían dividido la sociedad en facciones que la vuelven un todo irreconciliable; son ellos quienes, acto seguido, llamándose servidores de los “intereses públicos”, los convierten en el botín con que premian sus propios esfuerzos y atraen enjambres de acólitos cegados por la posibilidad de saborear la miel. Y, también, quienes “se atrevieron a las acciones más terribles y llegaron más lejos en la ejecución de sus venganzas, dado que no las infligían de acuerdo con la justicia ni con el interés de la ciudad, sino según los límites que en cada caso fijaba la complacencia de uno de los dos bandos”.

Al leer al historiador su descripción de los hechos estamos escuchando al Profeta advirtiéndonos contra la indolencia y amonestándonos a no cejar hasta hacernos con el timón de nuestras vidas al edificar el futuro. Por de pronto, ya hemos descifrado el enigma anterior: lo que hay más allá de todo exceso conocido es el desconocido exceso de matar por placer. Es la novedad radical que no sólo nos devuelve al jardín de felicidad plantado por Aquiles antes de ver morir a Héctor suplicando respete los derechos de la civilización, a lo que responde con la más vil forma posible de barbarie, la que saca al ser humano de la humanidad: Aquiles afirma querer darse el festín de devorar la carne de su rival antes que devolver su cuerpo a los suyos, un hecho absoluto y radical, no derivable de cualquier otro, incluidos los falsos motivos inventados para infligirle una muerte atroz. Aquiles caníbal hacía desaparecer sin saberlo el cadáver de Héctor de una escena en la que el muerto total era la propia humanidad.

Y es ahí donde nos han vuelto a llevar los impostores jefes de las facciones demócrata y aristocrática, a la segunda eclosión de la flor más terrible del corazón humano: el placer de matar; ese placer desvinculado de los hechos conducentes a la guerra y de los motivos con que el corazón la atiza. El placer es ya el narcótico que hace olvidar al corazón el miedo, el odio, el resentimiento, el deseo de venganza con que justifica ante la conciencia el instinto de protección propia en la muerte ajena, esa espuria coincidencia compartida con la perfidia que aprovecha la ocasión favorable para arrumbar un compromiso frente a terceros. Causas y efectos han perdido, pues, la red que los conecta fatídicamente entre sí y con la guerra, y la muerte toda justificación por necesidad. Hay, en suma, un instante en la vida de la muerte en que, al convocarla, desechamos todo motivo que no sea el placer, y es entonces cuando en la sociedad la civilización ha perdido la partida al suplantar el monstruo al hombre.

El Profeta, además, nos recuerda que para recorrer ese camino sombreado por flores del mal se requirió una sociedad partida en dos merced a la impenitente acción de líderes mediocres cuya ambición sobrepasa infinitamente sus capacidades, pero que suplen la distancia con la audacia de la acción; o, con otras palabras, gracias a la impenitente inacción de líderes más dotados que parecen adormecerse en la idea de que en sociedad el mérito se impone por sí solo y el pensamiento domina naturalmente la acción.

Nos recuerda que la mediocridad de los líderes no tiene color político y que actúan por igual con independencia de la facción que sirva a sus intereses, de los valores que la impulsen o las ideologías que la enfrenten a su rival; nos recuerda que la facción sobrevive porque en su interior los individuos recrean vínculos de dependencia absoluta del líder mediocre, con los que sustituyen el poder de la consanguineidad, la libertad política o el pluralismo connatural a los hombres en sociedad; nos recuerda que en el nuevo sistema de poder que así se crea ni siquiera es preciso usar con precisión la palabra, porque el vetusto instrumento de comunicación entre personas es ahora una religión más al servicio de sus personas, y que el clero que difumina capilarmente su poder a lo largo y ancho de la facción, o el sanedrín que bala ante los aullidos del lobo, las resignificarán de acuerdo con sus intenciones; nos recuerda que los líderes mediocres vislumbran con claridad su objetivo, que es el uso faccioso y partidario de los recursos públicos, la servidumbre de las instituciones a sus personas; y nos recuerda que todo ello debe, completando el círculo y regresando al origen, tender a aumentar la escisión de la sociedad o a preservarla rota en el peor de los casos, pero nunca a devolverle la perdida unidad.

Hoy, en cambio, se escucha a un perdedor electoral apostrofar contra el género humano que no le votó y al coro de ovejas expresar rotunda y meridianamente con palmas de politburó la montaraz adulación que a muchos cuesta articular con palabras. En ese punto, la partición de la sociedad en buenos y malos garantiza su eterna división, pues los intereses de antaño se trabucan en la moralidad y racionalidad de hogaño; de hecho, se trata en sí misma de una declaración informal de guerra al resto de la sociedad, porque como bien dirá Hobbes, la guerra no exige hostilidades, sino que basta con declarar la “voluntad de confrontación violenta”: ¡y cuál mayor que deshumanizar a quien no bala!

Preguntarse qué induce a un sanedrín de individuos en apariencia poderosos y autónomos a desear depender de “uno” (su famoso Discurso sobre la servidumbre voluntaria [1574] se titulaba también Contra uno) quizá daría más juego hoy que ayer, cuando La Boétie amonestaba al pueblo por caminar marcialmente hacia su esclavitud. No es materia a tratar aquí, pero alarma pensar que quienes fácilmente sacarían al topo de su madriguera con un simple No luchen con denuedo por ser esclavos de un réprobo político que aún no ha logrado fundar la tiranía. Vástagos morales directos de aquella aristocracia rusa que exigió al zar, en pleno siglo XIX, la institución de la servidumbre hereditaria a fin de no perder su lugar en la corte, a la libertad, la democracia y la integridad poco les cabe esperar de una malograda aristocracia partidaria incapacitada por su ambición y sus miserias para decirle al rey que está desnudo. La Boétie, mirándolos, habría anotado con asco en el cuaderno de su mente que la fauna compuesta por semejantes animales no formaba parte del catálogo de la naturaleza.

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