Sobrevivir al Cíclope

Para S’ha acabat, la “rara rosa blanca” (S. Espríu)

brotada en el páramo de las universidades catalanas, capitales de barbarie nacionalista

¿Cómo reaccionar frente a lo desconocido? 

¿Cómo afrontar un peligro ante el que se desmoronan nuestras fuerzas?

¿Cómo gestionar el (eventual) éxito?

Pocas pinceladas bastan a Odiseo para pergeñar el cuadro de la barbarie ciclópea, pues sólo requiere contraponer casi milimétricamente las formas de vida de Polifemo, vástago de Poseidón, y sus adláteres a las griegas: es la falta de justicia y sus instituciones políticas, de agricultura, de comercio, de navegación y aun de socialidad de sus escasos habitantes, semiaislados unos de otros, su característica primordial. He ahí el espejo en el que un día reflejará Hobbes su estado de naturaleza antes incluso de completarlo con los préstamos de Tucídides.

Ahora bien, Odiseo sabe eso porque es él quien está narrando una odisea ya vivida, pero cuando sus naves arriban sin siquiera percatarse a las costas de la isla de Laquea tras navegar “por la lóbrega noche sin luz y sin vista” no sabía que la hostilidad de la naturaleza era sólo el preámbulo de la hostilidad social que le aguardaba. De hecho, en su primera relación con lo desconocido, que emite desde la isla opuesta claras señales, no hay temor ni tampoco suspicacia; de hecho, dichas señales despiertan el instinto humano que predispone a los advenedizos al abordaje: la curiosidad nunca saciada de conocimientos; de hecho, en fin, el abordaje adviene tras un largo día de gozos sensuales al calor de la comida y el sueño, que propician al día siguiente el gobierno por la curiosidad del timón del espíritu: anhela conocer si sus habitantes son “salvajes, crueles, sin ley ni justicia, / o reciben al huésped y sienten temor de los dioses”, una de cuyas más sagradas manifestaciones es precisamente ésa: dar hospitalidad a los extraños.

Una vez en tierra ciclópea Odiseo nos descubre que ha traído consigo un vino especial, tanto por su sabor como por sus efectos: singular modo de advertirnos de que ante lo desconocido mejor arropar a la curiosidad con cierta previsión, ya sea por una medida general de prudencia o por esa circunstancial intuición propia de los humanos plasmada en ese no sé qué cervantino que también hizo propio Constant en su Adolphe; se evitará así que nuestra curiosidad, y nosotros con ella, quede a la intemperie.

Los exploradores han llegado a una cueva llena de quesos, leche, corderos; se apropian de un buen número de ellos y sus acompañantes piden a Odiseo abandonar cueva e isla, en palpable demostración de que el corazón humano es un yacimiento de gladiadores que se combaten entre sí, en este caso los intereses particulares de aquéllos contra su curiosidad y su humanidad, esto es, saber si el supuesto anfitrión será salvaje o humano. Será empero la curiosidad de Odiseo la que dicte la ley y permanezcan a la espera de aquél.

Cuando al fin llega a la cueva el pavor cunde entre los aspirantes a huésped, que asciende a terror al escuchar su voz. Polifemo, el monstruo dueño del antro en que se hallan, se revelará como la insociable socialidad, la estatua en carne y casi perfecta del mal, que devorará a seis de los doce acompañantes de Odiseo, a quien ya le ha hecho comprender de una vez por todas el dolor que acompaña al aprendizaje y que la curiosidad requiere de una cura de prudencia más intensa de la ejercitada hasta aquí; experiencia que se demostrará útil en el episodio de las sirenas. Le hará aprender asimismo que el héroe mata a los suyos con sus principios y que no siempre es justo en sus decisiones: lo aprendido por Héctor, pero sin sus letales consecuencias para el principio del honor: el dolor por la muerte de los compañeros, intenso como es, no mancilla en Odiseo la verdad de aquél.

¿Cómo defenderse de tan abismal peligro? El báculo de la curiosidad pasa ahora a la astucia, que se servirá de un escudero eficaz, la cooperación, activado al racionalizar la previsión antaño acompañante de la primera. Entre ambas maduran, coordinan y ejecutan un plan consistente en volver la principal virtud del monstruo, la fuerza bruta, en el mejor enemigo de sí mismo.

Polifemo, borracho –he ahí el efecto del vino milagroso–, no se cuida de defenderse de las hormigas humanas empequeñecidas, cree, por el terror que infunde con su sola presencia. La confianza en el león que es descuida a la zorra humana y el resultado es que el cíclope se verá privado de su único ojo durante el sueño, al clavarle entre todos una estaca ardiente. Lo que sigue es la rabia bruta de la fuerza bruta que no logra satisfacer su instinto al ser burlada de nuevo por la astucia, que ya se había adelantado antes al amago de sagacidad humana puesta en juego por Polifemo, cuando responde con una mentira a la pregunta por dónde había fondeado la nave, y con otra cuando al inquirir aquél por su nombre le dice llamarse Nadie, decisiva a la hora d frustrar el intento de recabar ayuda por parte del cíclope entre sus correligionarios.

Sin embargo, la razón y el corazón litigan en el espíritu humano tanto como las pasiones dentro del último. Y todo lo que Odiseo y sus hombres habían ganado poniendo en juego la curiosidad, la previsión, la astucia y la colaboración se pierde cuando la soberbia del héroe humilla a su razón al impedir otorgar el gobierno de su actitud a la prudencia en los momentos finales del drama. Cuando las naves zarpan, en efecto, un éxtasis de vanagloria zarandea el alma de Odiseo y le insta a burlarse del monstruo derrotado declarándole su genuino nombre: el honor del héroe no consiente desperdiciar ocasión alguna de añadir una muesca más a la culata de su gloria. 

Fue así, con todo, como Odiseo convocó al huracán de furia que acabaría con todos los suyos antes de regresar a Ítaca. Polifemo recabó la ayuda de su padre y Poseidón, dios de los mares, escuchó su relato ciego de ira, centrándose desde entonces en la venganza. Muy probablemente el dios había leído la Ilíada, a fin de instruirse en ira en las acciones de Aquiles, y el resultado nada hubo de envidiarle, en tanto Odiseo no leyó el discurso que César nos legó por obra y gracia de Salustio, del que con inimitable clarividencia se aprende que pensar la política –y la supervivencia de unos guerreros tras una guerra es una cuestión política– es pensar ante todo en las consecuencias de las acciones públicas, algo que a veces vuelve preferible dejar una injusticia, incluso grave, sin castigo a crear un buen precedente del que un día promane una sinfonía de males.

En su rechazo de la hospitalidad requerida por Odiseo en nombre de la divinidad había una triple mofa por parte del cíclope: de lo solicitado, del solicitante y del fundamento de la solicitud, resumible en la última, cuya causa es: si “somos con mucho más fuertes” que los dioses, ¿por qué habríamos de obedecerles o temerles? Todo les estaba permitido por su sola fuerza, razonaba el cíclope adelantándose en tres milenios a Dostoievski y su conocido sofisma de que si Dios ha muerto todo es posible. Mediante la curiosidad, el conocimiento, la previsión, la astucia, la cooperación y la prudencia Odiseo había demostrado que, pese a su error, el cíclope no era el más fuerte entre los seres naturales, sino que los seres humanos organizados –que sí creen en los dioses, cultivan las artes, practican la agricultura y la navegación, y viven en sociedad– lo son mucho más que él aunque ninguno sea mínimamente parangonable a él.

En particular, la astucia para adelantarse a sus intenciones y, asistida por la cooperación, para explotar en beneficio propio las necesidades y limitaciones del cíclope; son las armas que desatan su virginal ira, que si bien, y pese a su truculencia, no satisface sus apetitos, paradójicamente lo protege de su fuerza impidiendo su autodestrucción; son la trampa del espíritu humano en la guerra que el monstruo, por serlo, mueve a la civilización.

Paradójicamente, esas mismas cualidades, siendo naturalmente humanas, no conceden ventaja alguna a quien, en sociedad, obedece la ley sobre quien tiene fuerza bastante para manipularla, y fingiendo cumplirla no duda en servirse de ella hasta convertir al rival en enemigo, deshumanizarlo por ende y, una vez transmutado en cíclope social, procurar su discriminación, su sumisión y, llegado el caso, su exterminio. 

Para circunstancias más graves, Tácito, siguiendo a Livio, enseñó por boca de Calgaco que “el combate y las armas, que son honor para los valientes, resultan asimismo la defensa más eficaz para los cobardes”. Confiemos empero en que el nuevo y forzado cíclope, abanderándose en la ley –cuando ya el idioma político decreta marginación social y difunde fueros por su haz en tanto crea servidumbre por su envés, y cuando su hablante, siendo fuerza bruta, se autoconcede el privilegio de constituirse como derecho a fin de exonerarse de sus obligaciones–, no requiera llegar al extremo antedicho para sobrevivir entre iguales y, al tiempo, no olvide que en este caso ceder o renunciar levantaría acta de nacimiento de una renovada esclavitud.

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