Fundada Roma, seis reyes extranjeros electos sucedieron a Rómulo. Gracias a la mayoría de ellos, la monarquía creó instituciones –el Senado, el derecho, las buenas costumbres, el censo, etc.– que, legadas a la República, cuentan entre las raíces de su grandeza.
¿Por qué entonces el cambio de régimen? Porque con Tarquinio el Soberbio la violencia desbordó la ambición –presente en Roma desde su origen y capaz de imponerse ya entonces incluso a los lazos de consanguinidad–, y explotando pasadizos en la legislación y divisiones en la política se izó hasta el trono concentrando poderes, dominándolos mediante el arbitrio y legitimándose por el miedo, además de amenazar con la tentación de la dinastía al fondo, vale decir: enarboló la bandera de la tiranía.
¿Mas por qué en lugar de cambiar de rey se cambió de régimen? Entre los numerosos y heterogéneos factores que lo explican aquí sólo recordaré dos, sustraídas ambas del albur de la fortuna; ésta, que había socorrido a la nueva criatura al nacer, quedó atrapada por ella también mientras crecía, dotando a Roma de reyes que, en su conjunto, y pese a episodios despóticos en algunos de ellos –luego tomados bien en cuenta para la transformación del régimen– y de la prevalencia tiránica en la conducta del último, la hicieron más próspera, poderosa y una. La fortuna por fuerza volvió a latir tras aquella otra ave que pronto empezó a surcar los cielos de Roma y que terminó aterrizando en el corazón del pueblo romano con tanta fuerza como lo había hecho la ambición en el de su último rey; era el ave de la libertad y en los meandros de su vuelo aprendió a fabricar con paciencia no un nuevo tipo de hombre, mas sí capacidades nuevas en los hombres antiguos, hasta configurar con ellos un nuevo sujeto político, el pueblo romano, y una forma de Estado adecuada a su libertad: la República.
La fortuna natural de Roma fue, pues, como tan sagazmente apunta Tito Livio, el tiempo. Tarquinio mutó el trono en sitial de la arbitrariedad justo cuando aquellos hombres rudos habían aprendido a obedecer y, por su prolongada vivencia en la Urbs, en su corazón ya la llamaban Patria. Fue bajo la monarquía como a base de tiempo el pueblo romano terminó de moldear su cuerpo a fin de soportar el grave peso que su conversión en sujeto político requería. De hecho, el advenimiento de la República supuso su escisión definitiva en al menos dos partes por siempre enfrentadas entre sí, y a las que sólo la presencia de un permanente enemigo exterior y la institución de la guerra en la que la nueva situación encarnaba permitieron convivir en el interior. A la guerra debió Roma, en sus primeros siglos de vida, la preservación de su libertad, la ampliación de su potencia y la consolidación de su grandeza; y, naturalmente, su supervivencia misma.
¿Cómo se afianzó la nueva criatura política en el reino de la vida? Antes incluso de poner a prueba la capacidad de las nuevas instituciones para amortiguar los choques entre quienes debía unir en paz –la doble finalidad básica de la política, explicaría con los siglos Hobbes–, la herencia de la tiranía quiso destronarla: intento condenado al fracaso al no advertir el escudo protector con el que la fortuna la ungía. Una conspiración de los nobles más fieles a sus intereses que a los de la República, y por ende a la reposición del antiguo rey como medio de satisfacerlos que a las leyes republicanas, más severas e imparciales con tales intereses que la voluntad de aquél, se descubrió de la manera más inesperada aun cuando en absoluto fortuita. Ahorro al lector todos los pormenores salvo el decisivo: los conjurados debatieron los detalles de su plan en presencia de un esclavo, que después los denunciaría ante los cónsules: abortado aquél, se apresó a los traidores. Los prejuicios de esa supuesta raza superior se cobraron cara su lealtad a sus miembros, porque al volver invisible al esclavo a sus ojos permitieron a la humanidad reivindicarse en éste y a él demostrarla con argumentos irrefutables. La naturaleza se vengaba de los prejuicios de aquélla poniendo su destino en manos del fantasma que moraba en las madrigueras de la tierra, quien coadyuvó con sus actos a imprimir una nueva dirección a la historia.
Los peligros que marcan el devenir de la Civitas republicana provinieron en lo sucesivo de su propia constitución, guerra incluida en tanto elemento portante de la misma. Los conflictos civiles, siempre en flor, hacían de aquélla el apéndice frecuente la guerra interna que una clase social dirimía sin tregua, en ocasiones de manera sorda y otras abierta, contra su adversaria. Las victorias se repartían entre los bandos y una de ellas, favorable a la plebe, vino a significar una genuina refundación de la República. Un tribuno suyo, Canuleyo, en discurso memorable, nos explica el por qué.
Aunque sacudida por graves cuestiones sociales y políticas, como la ley agraria o la oscilación de los decenviratos entre la libertad y la esclavitud, la República sigue adelante con brío, añadiendo igualdad a la libertad al decretar que toda decisión aprobada por los órganos de la plebe vinculan asimismo a la aristocracia o, tras restaurar en la legislación el derecho de apelación como garantía máxima de la libertad –se llegó al punto de declarar ilegal toda magistratura establecida sin apelación y a condenar a muerte sin ser acusado de crimen por ello–, al escuchar la mágica palabra apeloen boca de uno de los que antaño la derogaran a fin de obtener la libertad provisional; o bien al recuperar la inviolabilidad para sus tribunos, etc.
No obstante, aún quedaban nuevas figuras clave por desbastar en el mármol de la igualdad que afectan también a la libertad, y que tan capitales resultan para obtener y preservar la unidad y fortaleza de una sociedad, como de manera tan soberana demostrará en su día haber aprendido Isabel de Castilla ya desde la legislación precedente a las Leyes de Indias. Los patricios habían afirmado estar dispuestos a luchar hasta la extenuación y a impedir incluso con sus vidas, seguros además de contar con el favor de los dioses en tan sagrada empresa, que las leyes sancionaran el matrimonio mixto con plebeyos o el acceso de éstos al consulado. Eran las líneas rojas cuyo traspaso su piramidal cosmovisión jamás consentiría, temerosa de cancelar en su seno su autopercepción como raza superior.
Y es ahí donde entra en juego Canuleyo; se dirige a los suyos al objeto de recordarles la incongruencia de querer fijar en las leyes e inmortalizar en las costumbres dos sociedades que viven en una misma patria. Resalta además otra incongruencia mayor, la de negar al romano plebeyo lo que sí se concede al extranjero en el caso de los matrimonios; y ridiculiza la farsa argumental de que el mundo se derrumbaría si un plebeyo meritorio accediera al consulado: primero, porque se trataría de una simple aplicación de la ley vigente y, segundo, porque el mérito no es hereditario, no inhiere a la pureza de sangre que la ristra de ocho apellidos vascos cree garantizar.
Ambos argumentos desnudan la simple verdad oculta tras la doble negativa, a saber: el venero de odio osificado que toda creencia en purezas raciales implica en su ser. Por ello apostrofa Canuleyo ante los suyos: “Os quitarían, si se pudiera, vuestra participación en la luz que nos alumbra; les indigna que respiréis, que podáis hablar, que tengáis figura humana”. Semejante yacimiento de odio, que priva a la naturaleza y la cultura de llevar a cabo sus ocasionales obras igualitarias primando al sentimiento en un caso y al mérito al otro, sólo estalla en el alma si la certeza de adeudar los privilegios a hechos históricos, es decir, humanos, relativizan su valor y deslegitiman la naturalización del dominio; de ahí el deseo de expiar dicho pecado original consumiendo los hechos en una hoguera de olvido artificial y sacralizando el nuevo origen como destino.
Canuleyo lo prueba con los genuinos hechos extraídos de la historia romana y del presente romano: de los antepasados que aún actúan en la conciencia moral de todos los romanos como exempla, por un lado; de la herencia monárquica de los privilegios de que goza la aristocracia, empezando por los poderosos cónsules, de otro; y, en fin, de las prácticas contradictorias de esa misma aristocracia, que mientras niega a los varones plebeyos las doncellas nobles sí permite al varón noble contraer nupcias con la doncella plebeya.
Y con un cuarto argumento que demuestra cuán ridículamente grosero es el genuinamente conservador de negarle valor a la novedad, que llevaría, de imponerse, a robarle al tiempo el futuro congelando normativamente el presente: ¿podría tomarse en serio el interés que rechaza el deseo de mutar el statu quo: cabe acaso la posibilidad de mantenerlo siempre tal cual ahora es? Como remacha Canuleyo: “¿Quién pone en duda que, fundada Roma sin límite en el tiempo, desarrollándose sin límite en el espacio, se establecerán nuevas formas de poder, nuevos sacerdocios, nuevos derechos familiares e individuales?”.
La plebe se saldría con la suya y la aristocracia reaprendería que por la boca muere el pez. No era difícil para ambos bandos saber cómo acabaría la partida, si enfrentándola contra la afrentada plebe o a un ejército extranjero, ni que el enigma se decantaría por la última opción… y sin el inmediato desplome de la bóveda celeste: ¡toda una descortesía del destino respecto de su augurio!
Esa mayor integración de la plebe con la aristocracia no fue flor de un día, pero tampoco sepultó, ni mucho menos, la discordia entre las dos clases en el olvido. Una República más fuerte agradeció la gesta aumentando su potencia, ignara de que un día ella misma acabaría doblándose bajo el peso de su propia grandeza, por parafrasear a Tito Livio; el tiempo no es precisamente la sede ni de las verdades eternas ni de las victorias definitivas, y al calor de sus cambios la antaño vigorosa República verá cómo ella misma empezará un día a morir por dentro desangrados sus ideales en sus hechos, y cómo una monarquía muy distinta y más poderosa, vengándose de sus sueños, se alzará imperial sobre sus cenizas.
Interesante viaje, una vez más, por el Mundo Clásico. Hábiles piruetas para desembocar en Canuleyo, pasando por Isabel de Castilla y sus leyes de Indias (no lo puedes evitar), para justificar el acceso de la plebe al poder. Finalmente acabas con la República anunciando, veladamente, la llegada del Imperio. Delicioso tránsito, de nuevo, por los vericuetos de tu mente, tan brillante y gongorina…