A S’ha Acabat, de nuevo, por poner Constitución en el corazón de las tinieblas
La vida de Salustio, transcurrida entre el 86 y el 35 del siglo I antes de nuestra era, es la de un actor–testigo de las últimas décadas de la República romana, aquéllas en las que se precipita su descomposición y se acelera su ruina. Polibio la había saludado como obra maestra de la ingeniería política por mezclar en su dosis justa los tres principios de gobierno en uno solo, y explicaba la bondad del resultado, el gobierno mixto, cual si de un héroe homérico o de un rey oriental se tratara, por sus éxitos militares además de por su luna de miel con la libertad. Empero, apenas cuatro años después de la muerte del cónsul e historiador, tras la densa cortina de polvo producida por su desmoronamiento, aparecía claramente configurado el régimen unipersonal de Octavio, primer paso en la formación de un imperio que, salvo en contados instantes, devoró hasta el romanticismo vinculado a su recuerdo.
Cuando en la última etapa de su existencia inicia su nueva vida de historiador, al reflexionar sobre dicha actividad percibe con nitidez el valor de la misma. El hecho de haber contado con grandes historiadores, nos dice, es la razón de que las hazañas de los atenienses, magnificadas por aquéllos en relación a lo que por sí mismas fueron, llegaran a oídos de la fama, que sin dudar las divulgó por los demás pueblos y los hizo perdurar merced a su gloria. Roma, en cambio, durante mucho tiempo careció de ellos; fue un pueblo consagrado a la acción, en la que “los más dotados eran también los más activos” (Catilina, 8.5).
Que un pueblo carezca de historia no entraña que carezca también de memoria, pero sí que le pueda infundir una dirección y un significado a su acción con ella, que es la función de la teoría según nos recordara Tocqueville en su memorable Discurso de Apertura ante la Academia de Ciencias Morales y Políticas en la sesión celebrada el 3 de abril de 1852. Allí, el genio francés nos decía que “en los pueblos civilizados las ciencias políticas dan vida, o al menos forma, a las ideas generales, de las que luego nacen los hechos particulares (…)”; y apostillaba: “Los bárbaros son los únicos que no reconocen de la política más que la práctica”. Plenamente consciente del valor civilizatorio de la teoría Salustio ejerce y profesa con orgullo la labor de historiador distanciándose críticamente del político, frente al que se prefiere; y en esa larga crisis por la que atraviesa la República entiende que la tarea insigne de la historia es la de apostar por la regeneración moral de la sociedad, para lo cual, en medio de los hechos capitales que narra, vuelve de continuo a los exempla de los antepasados, con el pío deseo, emulado por Tito Livio, de que una vez rescatados del olvido inflamen el pecho de los gobernantes devolviendo a la República a la senda de la perdida grandeza.
Si hubiéramos de exponer la crisis republicana en términos estrictamente antropológicos sería menester señalar que el hombre se compone de “inteligencia” (o “espíritu”) y “cuerpo”, y que únicamente mientras sigue las órdenes de la primera activa la virtud que le ha de conducir a la gloria; en cambio, ejecutar cuanto ordena el segundo equivale a convertirse en esclavo, en un ser pasivo (a decir verdad, sólo le conozco un contexto a Salustio en el que funde ambos elementos constitutivos del individuo en una mezcla positiva, y es el citado anteriormente del texto sobre Catilina, en cuya frase siguiente exclama: “Nadie ejercitaba su talento olvidándose del cuerpo”). Seguir el cuerpo en lugar de la inteligencia es la acusación fundamental de Catón a sus colegas del Senado: no sólo sus deseos se han materializado en “casas, villas, estatuas y cuadros”, sino que han producido sus indefectibles consecuencias en sus almas: el que “siempre las hayáis tenido en más… que a la República” (Catilina, 52.5). Agreguemos un efecto pernicioso más descubierto por el fiero moralista que aquí se revela excepcionalmente sagaz: seguir el cuerpo, al cegar la mente cuando en el corazón los caprichos derrotan a los principios, significa no percibir que incluso para “conservar esas cosas [los bienes recién citados], tengan el valor que tengan, a las que os abrazáis”, como para “gozar de paz para vuestros placeres”, necesitan hacer frente a los rebeldes y volver a conducir las riendas de la República si no quieren perder su hacienda con sus vidas.
Catón, que enjuicia la crisis en términos más morales y políticos que antropológicos, no se resigna a que la violencia generada por Catilina y los suyos administre el destino de Roma; compartiría con Adérbal, enemigo de Yugurta, que en una época crítica “la honradez es poco segura por sí misma” (Yugurta, 14.4), aunque las creencias de aquél se expresen en un contexto interno y las de éste en uno internacional; como compartiría con César la razón subyacente a sus preferencias por el castigo legal a los rebeldes, aunque no el motivo en el que el propio César lo condensa, a saber: “Toda práctica mala se ha originado en un buen precedente” (Catilina, 51.27). El peligro para la honradez como para salirse de la legislación extraordinaria mediante la creación de un precedente deriva tanto en Adérbal como en César del hecho antropológico de la existencia de malvados que pueden, en el ámbito político, transformar su maldad en poder. Abolir el peligro, el mismo en dos contextos diferentes, insisto, significa para César pensar las consecuencias políticas del castigo y por lo tanto preferir una pena ya tipificada a otra extrema y extraordinaria: un atenuante que de algún modo puede jugar su baza en un próximo futuro en el que haya cambiado el statu quo. En cambio, para Adérbal significa reconocer una gran lección política cuyo cotidiano abuso la ha relegado al olvido: que no hay justicia sin un poder que la defienda, que depare un castigo irremisible a su transgresión. No hay justicia sin poder, en suma, aunque el poder pueda derivar en el amo de la justicia. Para Adérbal, Roma se halla en grado de impartir esa lección en sus dominios africanos y sojuzgar a Yugurta de una vez por todas. Y si lo cree es porque funda dicha creencia en otra superior: la creencia fuente de todas las creencias, y que comparte con Catón: el exemplum eternamente vivo y renovable de los antepasados romanos, que para el rígido moralista consistía, en el interior, en su “laboriosidad”, y en el exterior, “en un poder justo; y en un espíritu libre para tomar decisiones, sin ataduras de culpa o pasión” (Cat., 52.21-22). La justicia que deriva de emularlo constituye la garantía idónea contra el miedo y la inyección de confianza requerida a fin de emprender la conquista de un futuro mejor.
Los maiores. He ahí la referencia permanente para las sucesivas generaciones de romanos, que, miembros del Senado o de la plebe, llevaban sus hechos prendidos en sus almas. Fueron lo que son gracias a sus méritos. Y por eso hoy también los invoca el homo novus (como el propio Salustio) que, desde lejos –provincia o sociedad– aparece en la escena pública romana detentando un poder que siempre, merced a una tradición convertida en norma, perteneció a sus herederos directos, y que por ello es visto por éstos como un usurpador.
Mario es de esos homini novi. Detenta el poder por elección de la plebe y es plenamente consciente de los odios que por ello atesora entre los otrora monopolistas de las más poderosas y atractivas de las magistraturas unipersonales. Sabe del poder de la historia, y por ello se sabe aún más solo de lo que está, porque mientras a los herederos de los antepasados la herencia les excusa de sus errores, a él, pese a haber sido elegido por la mayoría, la novedad se los agiganta: sabe, en suma, cuál es la condición “de hombre salido de la nada” (Yugurta, 85.13).
Y es asimismo del todo consciente de su inferioridad cultural, de su minusvalía literaria y retórica, frente a los vástagos de la antigua y modélica nobleza, que hacía honor por su valor ético a su superioridad sociológica. Pero eso no le arredra ante aquélla: para él su mayor experiencia en los asuntos de mundo, su valor, los éxitos obtenidos, eran otras tantas formas de demostrar la primacía de sus méritos frente a la nobleza hereditaria. De ahí su feroz crítica y su actitud burlesca frente a ella, el desprecio de su cobardía. Y, en ese punto, hasta se permitía el lujo de la presunción populista respecto de los miembros de la misma: era su “valor e integridad” lo que llevaba a “la gente justa y honrada a estar de su lado” (ib., 4); pero es del todo normal para el que se hace a sí mismo pensar, más allá de cualquier título, “que es el más valiente el que mejor linaje posee” (ib., 15).
Es precisamente así, vale decir, por medio del mérito, cómo el homo novus deja de serlo y se convierte en el genuino heredero moral y político de la antigua aristocracia, lo que le hace conectar directamente con ella saltando sobre el vacío político de los lazos de sangre: “Y si su desprecio hacia mí –dice en su alegato contra los descendientes de hoy de los maiores– tiene alguna base, que hagan lo mismo con sus antepasados, cuya nobleza, igual que la mía, tuvo su origen en el mérito” (ib., 17). Y concluye: “Sus antepasados les dejaron todo cuanto estaba a su alcance, riquezas, retratos, preclara memoria de sí mismos; el mérito no se lo dejaron ni podían; es lo único que no se da ni se recibe como regalo” (ib., 38) [cursivas mías].
En otras palabras. El mérito ha interrumpido el vínculo natural esgrimido por la actual nobleza entre su pasado y el ejercicio del poder; el mérito ha reducido el peso político de la historia a tradición, y el de la tradición a pura y simple consanguinidad. Pasado ideal y presente ya sólo se conectan entre sí a través del mérito como criterio de acceso a los cargos públicos, lo que implica además la humanización, esto es, la posibilidad de repetición, de los actos, y de los actores, que un día devinieran imitables y, en cuanto tales, fuente normativa. En el futuro, la condición de faro del mejor pasado no dejará de iluminar, pero será precisamente a lo largo del tiempo una serie quizá infinita de relevos irá recogiendo la antorcha y legándola a las generaciones por venir.
La meritocracia, en suma, forma parte de la fidelidad que guardamos a nuestro compromiso por la justicia y por la vida en sociedad, y es garante de que la política, por ser un arte, no se convierta en destino de quien sólo debe ser su sujeto y nunca su víctima. Además, en tiempos de consagración de la mediocridad, como los nuestros, de nepotismo y clientelismo tentaculares, en los que los partidos políticos que controlan la vida pública son sobre todo agencias de colocación de sus rebaños, la meritocracia tan ardientemente defendida por Salustio es una más de las perennes lecciones políticas con las que el magno historiador conspira desde su gloria en defensa de nuestras sociedades.
Imagen destacada: Detalle de «Victoria y Virtus», de Rubens, del ciclo dedicado a Decius Mus (dos veces ganador de la corona gramínea, primer cónsul de su familia).