De Cremona a Roma. Tácito y el poder de la codicia

La muchacha de Cremona y el incendio de la ciudad

Ya hacía tiempo que en Roma los sueños imperiales de grandeza se construían a costa de la libertad. Una muerte esa con la que pereció igualmente el cortejo de valores que la acompañaron durante buena parte de su constitución como República: la pietas, la fides, la religio, la lex, etc. Donde las guerras civiles plantaban la huella de su puño vencedor, y lo hacían a lo largo y ancho de los dominios romanos, los símbolos de la antigua Urbs yacían ante las plantas de los nuevos jefes de los ejércitos junto a los muros y edificios en llamas de las ciudades, e incinerado el pasado las criaturas de la noche volaron libres en el corazón de los antiguos cives y con sus restos se formó otro que infundía pavor: el del soldado en cuyo botín ya no cabía el recuerdo ni la gloria de la Civitas. Esos que pasan ahora frente a nuestros ojos componiendo la facción de Vespasiano anhelan llevar al trono a su nuevo señor frente al ordenado en otra facción que anhelaba inclinarse ante Vitelio, que lo ocupaba, y ambas se encuentran ahora a las puertas de Cremona, mirándose con “torva faz”, como los héroes homéricos. Corría el año 69 de nuestra era.

Así pues, la guerra había citado a las partes en Cremona y situado frente a frente, una dentro y la otra fuera de la muralla. Pero la guerra había devenido ya en una profesión en auge, que exigía a sus trabajadores producir noche y día y echar horas extra sin fin; así, el ejército que llega a Cremona es un músculo amorfo por el esfuerzo y atónito ante el espectáculo imponente de una ciudad rica y poderosa desde su fundación, reforzada por fortificaciones recientes y que celebra en el mercado en curso toda esa grandeza, vale decir: que diezma aún más la robustez del músculo maltrecho que la observa.

¿Qué divinidad estaría en grado de exigir en situación semejante un culto distinto a dejar caer la noche como un bálsamo sobre cuerpos derrotados y ánimos tumefactos, a imponer su imperio de reposo para cicatrizar en lo posible sus heridas? En ese instante rasgan la noche las trompetas de la codicia.

En efecto, ante los soldados de Vespasiano Cremona adquiere de pronto la forma ideal de un inmenso botín, por lo que ni la noche ni la fatiga apaciguan las ansias de poseerlo de un ejército que “más soportaba el peligro que la demora” y virtuoso sabedor de que “se estima poco lo seguro y la temeridad engendra esperanza”: no, cierto, de una esperanza cualquiera, no la esperanza de cualquier cosa, sino en concreto de una espeluznante: “Todas las matanzas, heridas y sangrías se compensaban con la avidez de botín”. De pronto, por tanto, Cremona encarnaba su sueño. La codicia emitía así el primer signo de su potencia; bajo su mando, el orden natural se invertía en cada codicioso, porque a su señal el cuerpo se volvía a adueñar sin más de su energía y el ánimo de su ímpetu, sin importar cuántas veces ambos se hubieran vaciado antes, sin ceder a la extorsión de las circunstancias.

El mundo, pues, ya ha cambiado en el interior del sujeto; a partir de ahora aquél cambiará más y más con las acciones externas del monstruo porfiando por saciarse. ¿Cómo, cuándo interviene la codicia en la guerra? No al principio, desde luego, cuando actuando con prudencia se repliega en el subsuelo de los acontecimientos a fin de pasar inadvertida; mas apenas considera llegado su turno toma por asalto la escena y dirige la acción por el tiempo que necesite su curso. Y lo que se ofrece entonces sobre la arena no debería ser visto por nadie que aspire a confiar en la condición humana. 

Así, en el instante en que pronuncia la palabra botín todo se desvanece: la solidez de las murallas, la resistencia del romano que defiende ante al romano que ataca o los restos de humanidad que el matar o morir de oficio hayan podido preservar en el corazón humano. Las llamas que consumen los edificios de los vencidos iluminan a su vez la humillación, el resentimiento y aun la venganza que relaciona a ambos bandos, en un esfuerzo casi desesperado por alcanzar las simas de la inhumanidad, el límite más allá del cual el hombre es un mineral semoviente; una tarea apenas interrumpida por la compasión que también les une en cuanto romanos y que por un instante feliz resucita en los corazones y mentes romanas una tierra fértil en recuerdos compartidos que la codicia vuelve a sepultar pronunciando la palabra-mantra que la eleva sobre las otras pasiones y demás habitantes del alma humana. Botín es el ácido que disuelve los vínculos de la sociedad, los bienes de los propietarios, que no son sino las cosas vistas por el derecho, la dignidad y los derechos de los individuos: y también, como escribiera en otra ocasión, “disolución del ejército, de la autoridad, del título mismo de vencedor, de todas las instituciones”, etc.

La tarea de demolición de la sociedad concluye cuando, para celebrar su enésima victoria, la codicia reivindica el placer de la destrucción, su obra sagrada por antonomasia. Antes de llegar a ese límite (y de encontrarse ahí en la Corcira de Tucídides, bien que llegaran sacrificando víctimas distintas a esa deidad insaciable) hemos asistido a bacanales de violencia enloquecida, como esa muchacha llena de pavor que cae en varias manos a la vez y de la que tiran como si fuera únicamente suya cada uno de los soldados que la agarró hasta desgarrarla viva, abandonando entonces malhumorados los restos desmembrados de la presa que ya a nadie sirve; o como esa aparente justicia poética que daría su merecido a cada bárbaro, pero que lejos de ser obra del azar es una ley más de la propia codicia. Sentencia Tácito: “Cuando uno agarraba para sí el dinero o las ofrendas, ricas en oro, de los templos, terminaba degollado por la superior violencia de los otros”. Es su segunda muerte, porque como en el caso anterior, la lección sin tregua aprendida que quienes durante el asalto formaban un cuerpo único de soldados, han procedido por obra y gracia de la codicia a disolver en sus personas los lazos mutuos, a crear un estado de naturaleza en la sociedad anterior y a convertir a cada uno de ellos en un lobo para el otro.

El placer les aguardaba tranquilo en la estación siguiente. Los apóstoles del botín quieren el que tiene que haber oculto donde sólo saben sus dueños; ellos saben que tiene que haberlo porque ellos, codiciosos hasta borrar su rostro humano, habrían hecho lo mismo. Y saben igualmente, porque lo imaginan, que debe ser la parte más suculenta del tesoro, la que habrían guardado para sí de estar en su lugar, y la imaginación sólo se satisface en obras de belleza y perfección inauditas. El resultado es un aumento de la orgía de la violencia: más y peores tormentos a los vencidos, más muertos entre ellos y destrucción final de sus bienes por quienes, precisa Tácito, “llevaban en sus manos teas encendidas que, concluido el saqueo, arrojaban por divertirse sobre las casas vacías y los templos despojados”: consumaban así, en el acto apocalíptico supremo, la destrucción del mundo anterior a su venida, la civilización que había logrado resistir los embates de sus organizados enemigos para caer tras los ataques de sus desalmados conciudadanos.

De Pueblo co-soberano a chusma codiciosa

Cuando el ejército de Vespasiano llega a Roma trae la lección bien aprendida. Y como en un familiar déjà-vu la emprende contra la antigua Urbs, la diosa proclamada un día por Virgilio eterna, par a las demás (a la manera de los atenienses con su polis siglos atrás). Senado y Populus ya contaban poco y los dioses se habían apolillado por el camino. Roma es el nuevo nombre del botín, más rico y atractivo que antes. No tiene por qué reparar en la venganza que comete sin pretenderlo: la ciudad a la que antes los romanos sacrificaban sus vidas debe sacrificar ahora la suya a romanos vencedores de romanos. En capítulo tan terrible de la historia universal de la infamia encuentra un connivente inesperado: el antiguo Populus co-soberano, hoy degradado por la cobardía, vasalla de la codicia, a chusma codiciosa, situada en una oprobiosa y partidista neutralidad.

Y es que mientras los ejércitos luchaban entre sí en el circo de la capital imperial, la plebe espectadora jaleaba a uno u otro bando en función de si vencían o caían derrotados, clamando que se degollara a los desertores. ¿Resorte justiciero en medio del frenesí del nihilismo ético? La razón es muy otra: la chusma aspiraba a apropiarse de buena parte de los bienes de los degollados, demostrando que podía ser codiciosa y cobarde a la vez, es decir, que la codicia no tenía más rasgo aristocrático en su alma que la ocasión.

Una capital convertida en un gran escenario trágico y lúdico simultáneamente, donde “la sangre y montones de cadáveres” convivían hasta tocarse “con las rameras y los que a ellas se asemejan” parece sumergida por vapores oníricos que la vuelven desconocida a sí misma, inimaginable en su misma realidad, negar todo crédito a quien a un tiempo la sabe entregada “a la rabia y a la orgía”, remata Tácito.

En un lugar semejante, la chusma espectadora –codiciosa y cobarde, ociosa e indolente– representaba un papel de excepción en la crisis social y política que sacrifica la República al Imperio y la tiranía. La pérdida del poder la había privado del deseo de acceder de nuevo hasta él en su pretérita condición de prima donna romana, pero el vacío de la ambición se había apresurado por llenarlo la codicia. Pido indulgencia al lector por volver a citar un escrito mío: “Pero como ésta [la codicia] ya no se esfuerza por ser cruel con una criatura que ha dejado de inspirar miedo, le permite el lujo de conformar un único cuerpo real, ese populacho que, lejos de toda situación límite, no necesita sembrar la muerte entre sus miembros mientras la sacian, y que, ajeno a cuanto se decide en la esfera pública, puede añadir otro lujo al anterior: la indiferencia a cuanto de convulso o violento suceda en ella; el corazón plebeyo, falto de las pasiones que conmocionan la vida pública y falto de fuego en las que emocionan la vida privada, se ha vuelto más estéril y menos exigente, al punto que la codicia le asiste en su cobardía y hasta, en combinación con otras pasiones sobre las que no pretende ejercer un imperio perenne en un ser subordinado, le permite sobrevivirse privadamente entre circenses oleadas de alegría. ¡Paradojas de un sujeto que, justo por su expulsión de la vida pública y su “inhumana” indolencia ante los males que la aquejan, es uno de los grandes actores de la crisis que sacude la república, a lo que responde, empero –sarcasmo en la paradoja–, derivando de ella una fuente para su felicidad!”.

Vox populi, vox dei (“la voz del pueblo es la voz de Dios”) es una suerte de axioma de la ciencia política cuyo significado está presente mutatis mutandis en nuestra cultura desde la antigüedad, donde la fórmula se veía privada del elemento trascendente, hasta hoy, que se ha seguido repitiendo regularmente desde la época moderna, casi una letanía tras la instauración de los sistemas democráticos de gobierno. Es, sin duda, un componente central de los mismos, ininteligibles e ilegítimos sin él. 

Ahora bien, al seguir el paso de los hechos, tanto en las tiranías cuanto en las propias democracias, el carácter apodíctico del dogma se diluye con el uso, al punto que en determinadas condiciones su inmutable carácter soberano puede ser un factor de su propia destrucción. Madison y Tocqueville nos advirtieron a tiempo contra dicho sujeto, pero hoy el virus ha mutado, produciendo nuevas formas que amplían el repertorio de violencias en apariencia legales con que los gobiernos han facultado al Estado con el arte de sepultar la democracia al practicarla.

Y es que, en efecto, en democracia la codicia, tan viva como siempre, actúa de manera más pacífica, y al igual que ocurre con el odio o el deseo de venganza no aferra a la presa que cayó en sus garras las veinticuatro horas del día, sino que con frecuencia renuncia al rol de protagonista y finge disolverse en el paso del tiempo como una hoja más del calendario. En su víctima se une entonces a pasiones naturales, a deseos o valores legítimos, a creencias compartidas, etc., y en alianza con todo o parte de ello –la envidia, la indiferencia, la ignorancia, el temor, la pereza, la cobardía, el cinismo, el egoísmo, la vanidad, el placer e, incluso, la tolerancia y la justicia– agranda pacientemente su estómago mientras coadyuva a difundir el clientelismo, gozar de la servidumbre o propagar la corrupción; o bien, en nuestra época, a ser el cómplice ajeno y necesario que favorece en la distancia los designios de un gobierno o, por parafrasear libremente a Y. Harari, de una casta mesiánica que quiere perpetuarse en el poder concentrándolo todo en sus manos, como está ocurriendo en nuestros días sea en Israel que en España.

La vigilancia del ejercicio del poder es también una pieza maestra de la legitimidad de la democracia, pero esa vigilancia, ¿no debe igualmente extenderse al Príncipe? Después de todo, el Pueblo (Soberano) es una ficción más sobre las que hemos fundado el edificio jurídico-político que habitamos: no forma cuerpo, no tiene unidad ni una única voluntad, como lo pone de relieve el que centenares de miles de manifestantes israelíes, tras casi un año de protesta sólo haya conseguido sacar de su gobierno improperios y amenazas, entre ellas la de una posible guerra civil: el precio a pagar en Israel por la sociedad cuando una parte conspicua del Pueblo Soberano se hace carne en defensa de la democracia.

Un Príncipe educado en el civismo democrático no es una ilusión y ni siquiera una tarea hercúlea: aprendería desde muy temprano qué es nuestra democracia para, en su momento, decidir si la quiere defender o enterrar yuxtaponiéndose mansamente a la casta mesiánica. Y de ese modo las instituciones de control no se hallarían a la intemperie social cuando otros poderes estatales arremeten contra esa democracia que entierran al gobernar.

Una formación temprana basada en la autonomía del individuo y en sus obligaciones sociales, que englobe la relativa a los principios y valores de la Democracia y la naturaleza y contenido de nuestra Constitución, y completada con el estudio imparcial de la Historia (sine ira et studio, que diría Tácito), la de la Lengua incluida, no resolverá desde luego los problemas que la convivencia plantea, pero sí proporcionará una base más amplia y racional para abordarlos; cabe pensar, por ejemplo, que bastaría para ilustrar naturalmente a la mayoría de los ciudadanos, con independencia de a quién se vote y lo poco o mucho que guste la opción elegida, que un golpista prófugo en ningún caso debe participar en un gobierno ni determinar la suerte de un demócrata o el destino de una democracia.

Lo que nos induce a concluir que quien fie su creencia en la legitimidad de la democracia a la pertinaz consagración per se del dogma vox populi, vox dei quizá debiera mostrar mayor consideración y respeto por sus propios ideales o por sus propios sueños.

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