República y tiranía en Salustio

A José Javier Olivas Osuna, el coraje de la razón 
frente al océano de estiércol de las instituciones mercenarias.

“Como hizo con Marco Mario, a quien primero 
le partió las piernas y los brazos y le sacó los ojos, 
sin duda para que expirase miembro a miembro”.

Salustio

Si en lugar de ‘Marco Mario’ Salustio hubiera escrito Constitución Española, ¿qué ciudadano medianamente informado hubiera dudado por un instante de la brillantez y pertinencia de la metáfora en relación con el destino del cuerpo social que rige? Aprovechemos, pues, la ocasión para recordar al estado llano de este país que, en tiempos de aguda crisis social, el precio de la ignorancia, la indiferencia, la desidia y la cobardía, esos escuderos magníficos de la inacción, es la libertad de todos.

Pero vayamos al contexto. La guerra civil ha cuarteado el alma y la potencia de la antaño ejemplar y victoriosa República romana, y la tiranía amenaza su supervivencia.¿Cómo se ha llegado hasta aquí? La victoria sobre Cartago ha dejado a los ciudadanos romanos frente a sí mismos y es la herencia de su historia a lo que de repente se deben enfrentar. El éxito expulsa a los dioses de la ciudad; el miedo al enemigo exterior, esto es, el factor principal de su concordia, de lejos superior “al amor a la justicia”, se pierde y los romanos pueblan la paz con los monstruos habituales en el cortejo del bienestar: “la discordia, la codicia, la ambición”, etc.

Salustio, además, explica esa causa cuasi próxima de la nueva situación por otra remota: la división ontológica de la sociedad romana desde sus orígenes, pues tras la instauración de la República los patricios decidieron jugar con la plebe, esclavitud incluida, como el halcón con el ruiseñor en el mito de Hesíodo, institucionalizando la separación entre ellas sólo interrumpida ante la guerra inminente: era el miedo al enemigo lo que liberaba al plebeyo del miedo al patricio, era la guerra exterior la causa de su libertad interna. Apenas aquélla desaparecía, las pasiones desplegaban las alas de la nobleza y reiniciaba el juego. Hasta que, harta, la plebe dio en edificar su defensa instituyendo su tribuno y adquiriendo derechos, dos incendios aborrecidos en el interior del autoproclamado derecho al dominio de la aristocracia, que avivó la hoguera del conflicto social hasta que el socorrido bombero de la guerra exterior –la segunda guerra púnica– la extinguió temporalmente.

Hoy, siendo Cartago un recuerdo y la prosperidad su epílogo material, las inercias sociales se han desencadenado sobre Roma, las pasiones convocaron a la guerra civil y la urbe se halla segmentada en dos mitades irreconciliables: el efecto consecuentemente final de la ontológica división social aludida. No sólo de pasiones tiránicas vive la guerra civil, sino también de un enconamiento extremo de la sociedad: de su división en pobres y ricos, fuertes y débiles, izquierda y derecha, etc. Hay que elegir una de ellas y llevarla hasta el fondo: incluso crearla cuando no existe. Sólo entonces queda garantizada y que estalle o no depende de si el postrer tirano que aguarda al final del proceso ha satisfecho sus metas por otras vías.

Las Historias, que par a las otras dos obras maestras del genial historiador ahíto de sabiduría política se hallan sumamente mutiladas, nos dictan el por qué en dos gemas que han perdurado del libro I, a saber: la arenga de Lépido al pueblo romano y la de Filipo en el Senado. Ante auditorios tan dispares ambos oradores tejen mutatis mutandis idéntico razonamiento: los dos se consideran representantes de toda Roma y cabecillas de la causa justa, paladines de la paz que llaman a la guerra a fin de lograrlaal no caber otra salida a causa del nivel de corrupción del enemigo, siervos de su honradez frente al antagonista, víctimas de la difamación rival, ejemplos de valor, y, por encima de todo, defensores de la libertad frente al otro. Una simetría tan perfecta en el fondo constituye el mejor argumento formal a la hora de probar la total división de la ciudad: Roma, o el recuerdo de lo que fue, es sólo lo que queda por dominar al único tirano en vigor.

Ahora bien, dado que el postrer tirano está ya contenido en el tirano parcial de ahora, las arengas de ambos oradores se esfuerzan asimismo por denigrar al rival. En lo sucesivo, nos quedaremos con lo que idea Lépido. ¿Cómo se refrena al futuro tirano o, si se prefiere, cómo se defiende la república?

Empecemos perfilando al tirano mientras cabalga al frente de su mesnada. Su desmedida inhumanidad salta a la vista repasando algunas acciones o actitudes suyas: ha arrebatado a los romanos su celebrado tesoro ético como si se tratara de extranjeros, demostrando así su irrespetuosidad a tantos próceres romanos que se esforzaron por mantenerlo incólume al paso del tiempo; exhibe crueldad ejerciendo su saña donde se requiere compasión, y hasta “es el único en el mundo, desde que existe el género humano, que ha ejercido tormentos contra los que aún no han nacido, quienes tenían asegurada la injusticia antes que la vida”; diatriba, no obstante, que se cierra con un dardo inesperado que golpea la cobardía del pueblo, ya indigno de su pasado: “… en tanto vosotros, por miedo a una servidumbre más grave, renunciáis asustados a recuperar la libertad”. La patología del tirano debería incitar a quienes lo sufren a la rebelión, no a la apatía.

La barbarie de Sila no termina ahí: “en manos de uno están las leyes, los juicios, el erario, las provincias, los reyes, en fin, el arbitrio de vida y muerte de los ciudadanos”, afirma Lépido; y más adelante explica el porqué de su altanería y la suerte que le espera: “el éxito sirve a las mil maravillas para ocultar los defectos, mas cuando aquél se resquebraje, en la medida en que ha sido temido, será despreciado, a no ser que se refugie en la apariencia de concordia y de paz, nombres que ha dado a su crimen y parricidio”. La paz, considera, sólo llegará si la plebe permanece expulsa de los campos, cercada por el hambre y él detenta “el derecho y la jurisdicción sobre todos los asuntos” antaño en poder del pueblo romano.

Y bajo tal jefe tales secuaces completan la cadena del poder: “individuos de altísima alcurnia, con excelentes modelos entre sus antepasados, los cuales pagan el precio de su dominio sobre vosotros con su propia esclavitud, y prefieren lo uno y lo otro, cometiendo injusticia, a actuar libremente con el mejor de los derechos”. Esos son quienes “se han apoderado del hogar paterno de la plebe inocente en concepto de salario por sus crímenes”. El tirano, pues, asegura su dominio con tiranitos de segunda mano, ansiosos de esclavitud a fin de ser también amos, y que han perdido toda huella de los exempla de sus ancestros.

Lépido añade las tintas ocres al pintar su ánimo, espejo fiel de su errático destino: “para él toda esperanza radica en el crimen y la traición, y no se considera seguro como no sea mostrándose peor y más detestable de lo que vosotros teméis, a fin de que víctimas de ello, la pura desgracia os arrebate la atención a la libertad”; e insiste: “no considera glorioso nada que no sea seguro, y todo lo que sirva para conservar su poder es honroso”. Pareciere por tanto que, en el sentir de Salustio, si no la conciencia, anestesiada por el crimen, una especie de justicia del mal se vengara del criminal forzándole a girar en una espiral delictiva de la que él mismo terminará siendo víctima, en tanto halla seguridad sólo añadiendo, por parafrasear a Góngora, “dolor al dolor”, es decir, mal al mal, lo que le arrebata por anticipado toda gracia del destino. Así, quien ansía llegar a monopolizar la tiranía frente a los demás concurrentes parece sin embargo tener los días contados, e incluso teme en medio de la bacanal de tropelías cometidas que la trompeta de la fama lo anuncie por miedo a ser descubierto delito en mano.

En sociedad tan polarizada, insiste Lépido, sólo cabe “ser esclavo o ejercer el poder, hay que tener miedo o inspirarlo”. Si los esclavos aspiran a recuperar el miedo que inspiraban siendo libres deben reapropiarse de los venerables ideales de un tiempo: “la libertad… un hogar para cada cual, y no obedecer a nadie excepto a las leyes”: el mundo opuesto al encarnado por el tirano. El cómo exige firmeza y valor.

Desde luego, no apoyándose en el subterfugio de los valores morales –la “clemencia y honestidad romanas”–, deletéreos tantas veces al prorrumpir en la escena política; no es dando por irrealizable por otros lo que se considera terrible por nosotros, ni disparando con semejantes balas de salva como se hiere de muerte al tirano: el buenismo es trágico por cebarse con quien lo practica. Tampoco se le derrota defendiéndose de él, sino vengándose: recompensarle con la suerte que él infligiera a otros violando toda ley divina o humana, al objeto de cerrar el círculo criminal.

Es de la propia energía, como dijera su musa, Tucídides, inspirada en su sentido de la justicia y de su lealtad a los tradicionales valores romanos; de su defensa personal de tales ideales empuñando las armas en el ejército que aspira a identificarse con la Ciudad; y de la convicción de que vale más “la libertad en peligro que la esclavitud en paz” como los ciudadanos desafiarán el cortejo de tiranos que aspiran a plegar bajo su voluntad las alas de la República.

Realidad política esa, se ve, que a duras penas se asemejó al edén profetizado en la definición de Cicerón, pese a viajar como un sueño de libertad por el “velero del tiempo”, por decirlo con García Lorca: siempre hubo tiranos promotores de repúblicas y repúblicas promotoras de tiranos. El mismo sueño que, enredado entre los delirios de tantos falsos profetas de hoy, legitima sus tiránicos deseos de usurpar el trono ajeno en tanto velan cobardemente por mantener oculta su intención criminal.

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